De todas las crisis que nos asolan en el siglo XXI, la peor de todas, incluida la del hambre, es la crisis de los refugiados. No hay interés político, y muy poco social, por dar una salida digna a un problema que hay que atajar de raíz, en los países de origen, poniendo al descubierto a los traficantes de armas a gran escala, a los que, sin escrúpulos, arman por igual al daesh, a las guerrillas y a los ejércitos de los países en conflicto. En lugar de armas hay que llevar democracia y solidaridad bien entendida a los pueblos que sufren y huyen en busca de un destino mejor que no terminan de encontrar, presos en lodazales inmundos, abandonados por todos y sin apenas esperanza.

Me contaba mi buena madre de pequeña que en una lujosa caja se hallaban encerradas todas las desgracias del mundo, cohabitando con la esperanza, y que un día unos hombres la abrieron y, asustados de lo que habían hecho, la cerraron, sin dar tiempo a que por ella saliera también la esperanza. Los males, como la guerra, el odio, el desamor, el hambre, la injusticia, siguen su camino empañando nuestras vidas. La esperanza aguarda la mano que abra de nuevo aquella cajita para que pueda salir a envolver el mundo y darle lo que tanto se echa de menos: esperanza. Solo el papa Francisco ha puesto el dedo en la llaga, mojándose hasta límites que ningún dirigente del mundo se atrevería, para desenmascarar a los culpables y dar esperanza a los refugiados, pero no una esperanza de palabra, sino una esperanza real. Es obligatorio que todos asumamos la responsabilidad del destino de los refugiados y no dejarle ese "marrón" al Santo Padre en exclusiva. Como si todos los pecados del mundo debieran recaer sobre esa su espalda que día a día se me antoja que se encorva un poco más. Como si, más que los años, más que el Pontificado, las penas encorvasen al papa.

Si se pudiera vivir aún en un clima de relativa paz en sus países de origen, no estarían intentando una entrada fallida en Europa. En Siria la guerra. En Pakistán y en Irak los atentados horribles que se perpetran todos los días. En la mayoría de los países africanos, la guerras tribales y la otra tremenda del hambre y de la injusticia que cae como un mazo sobre los más vulnerables, sobre los más débiles, sobre las mujeres y los niños, sobre los que han decidido soportar el peso de la cruz sobre otros símbolos religiosos, aun a sabiendas del riesgo, aun a sabiendas del peligro que corren, de la caza que se ha decretado contra los cristianos.

La humillación que sufrió el Jesús redentor, la sufren ahora miles de refugiados. ¿Quién dijo que la esclavitud se había abolido? Si no se perdiera tanto tiempo despreciando el amor, buscando el poder y la fama y sí renunciando al egoísmo, como nos aconseja el papa Bergoglio, estoy segura de que las crisis, todas las crisis, serían algo pasajero, una pesadilla, un mal sueño, del que habríamos logrado despertar hace ya mucho tiempo.