El pasado 15 de enero se estrenaba en los cines la película húngara "El hijo de Saúl", un drama que nos sumerge en el Holocausto nazi. El filme nos hace recordar la inhumanidad que supuso el exterminio de los campos de concentración. Me resulta curioso que la Segunda Guerra Mundial siga conmocionando al público, aun habiendo pasado ya más de setenta años. Sin embargo, parece que hemos olvidado, o quizá todavía no seamos conscientes, que en estos momentos también está teniendo lugar un exterminio en el mundo. Tras cuatro años de guerra en Siria, la cifra de muertes llega a un cuarto de millón y el número de refugiados supera los cuatro millones. Son cantidades que nos cuesta imaginar y hacernos una idea; y a la vez son cantidades que contrastan con los 17 refugiados que, a día de hoy, han llegado a España. Los números, en este caso, lo que causan es irrisión y vergüenza.

La película "El hijo de Saúl" refleja cómo, en medio de tantas acciones inhumanas vividas en un campo de concentración, brilla un signo de esperanza que nos habla de la dignidad humana: Saúl lucha por enterrar el cuerpo de su hijo muerto. Gracias a Dios, también hoy, en medio del desastre de esta estructura de violencia, guerra y muerte, descubrimos pequeños gestos de esperanza, de salvación y de misericordia. Frente a la falta de voluntad política de muchos Estados, todavía hay líderes que abogan por la solidaridad, y se posicionan por el derecho de las personas. Tal es el caso de la canciller alemana; aunque sus políticas han llevado a la inconformidad de un gran sector de la población germana. Asociaciones, entidades, ONGs, e incluso voluntarios espontáneos, también trabajan heroicamente por salvar al otro, sin que los riesgos sean impedimento. Sin duda, son ejemplos estimulantes; signos de esperanza que nos revelan que la solidaridad y la misericordia existen en el corazón del hombre.

Sin embargo? ¡Aún no es suficiente! Y nosotros, ante el drama que estamos viviendo, hemos de gritar para despertar al mundo de su anestesia, de su comodidad y pasividad. Ciertamente es más fácil y confortable hacer oídos sordos a esta gran crisis humanitaria, pero hemos de dejarnos interpelar, descubriendo la voz de Jesucristo: "Mira que estoy a la puerta y llamo" (Ap 3,20).