Los resultados de los comicios a Cortes Generales celebrados el pasado 20 de diciembre dibujan una situación novedosa en el panorama político español. Y es novedosa por varias razones. Nunca antes la formación que había ganado las elecciones lo había hecho con un número tan bajo de votos, y nunca antes el segundo partido había quedado por debajo de los cien escaños. Pero, además, otros dos partidos están por primera vez en la historia de la democracia por encima de los cuarenta escaños, destacando en este sentido el éxito conseguido por la novedosa fórmula articulada por Podemos, que le va a permitir disponer de 69 escaños, si bien es verdad que dentro de un escenario de difícil gestión ante la presencia de diputados que en realidad pertenecen a otros partidos que pueden actuar con lógicas diferentes. Otro elemento destacado de esta situación novedosa es la importante pérdida de apoyo que el nacionalismo periférico ha tenido en estas elecciones. En Canarias por ejemplo, sobre un total de quince diputados, solo uno es nacionalista; mientras que en Cataluña tan solo 17 de los 47 diputados son secesionistas. Es interesante destacar, igualmente, que la coalición que ejerce el poder en Navarra, articulada en torno al PNV, no obtiene representación, mientras que en Galicia el histórico Bloque Nacionalista ha perdido más de la mitad de sus votantes.

Este panorama, que había sido por cierto anunciado por todas las encuestas, parece estar causado por la crisis económica que ha sacudido al mundo occidental, y a España de manera particular, a lo largo de los últimos años. Por eso, estos resultados no se entienden sin su contexto. No se entienden sin levantar la cabeza y mirar hacia los lados. La crisis está reconfigurando el sistema de partidos en gran parte de Europa. Y no tenemos más que observar a la Europa del sur, en la que estamos incrustados, para darnos cuenta de ello. Así, en Grecia la crisis ha llevado a una formación de la izquierda radical creada en 2004 al poder, en un gobierno en el que está presente también la derecha nacionalista. En Italia el gabinete presidido por Mateo Renzi (quien por cierto pertenece a un partido fundado en 2007) aglutina ministros de al menos cuatro formaciones políticas, alguna tan reciente como la Elección Cívica de Mario Monti, creado en 2013. En Francia el partido de extrema derecha Frente Nacional obtuvo el primer puesto en las elecciones europeas de 2014, consolidando un 27% de apoyo en las elecciones regionales de este mismo año. Pero si observamos más allá, y volvemos la vista hacia el resto del continente, vemos que los cambios que afectan al sistema de partidos han llegado a prácticamente toda Europa. En el Reino Unido, por ejemplo, solo su sistema electoral mayoritario y de pequeñas circunscripciones impidió que los populistas del UKIP, pese a obtener el 12,6% de los votos, jugara un papel relevante en la vida política británica.

Uno de los elementos que define por tanto estos movimientos de tipo tectónico que están teniendo lugar en los sistemas de partidos en Europa es que la ruptura clásica entre izquierda y derecha parece estar perdiendo capacidad para representar las demandas ciudadanas, en tanto que uno de los elementos que las nuevas formaciones, muchas de ellas de marcado carácter populista, están planteando sobre la escena pública es la existencia de rupturas alternativas sobre las que articular el discurso público: de lo nuevo frente a lo viejo de Ciudadanos, de la casta frente a la gente de Podemos, o de los cosmopolitas frente a los patriotas en el caso francés. Es razonable pensar, por lo tanto, que estamos asistiendo al nacimiento de nuevos ejes de articulación de la política y que aún no seamos conscientes de ello. Como tampoco sabemos cuáles de estos ejes cuajarán y cuáles se disolverán en poco tiempo o se transformarán a su vez en otros nuevos (por ejemplo, tecnocracia frente a populismo). Toda esta situación de incertidumbre se produce, además, en un momento en el que asistimos, como describió con brillantez Moisés Naim, a un progresivo debilitamiento del poder. Un poder disperso en el que cada vez más actores tienen capacidad de influir en la agenda pública y de debilitar el poder de los actores tradicionalmente poderosos (Estados, corporaciones, partidos?).

Vistos de manera global, los resultados de las pasadas elecciones por lo tanto, aunque son novedosos, están lejos de constituir una anomalía y demuestran, una vez más, la plena inserción de España en la lógica del mundo occidental europeo. Tras haber sufrido la crisis que ha sufrido nuestro entorno, nuestros ciudadanos buscan soluciones impugnando un sistema de partidos al que responsabilizan de haber realizado una mala gestión de la crisis, tal y como también han hecho los vecinos de nuestro entorno cultural y político más cercano. Nada nuevo, por lo tanto, bajo el sol.