Los anuncios contra la violencia de género y las reformas fiscales se han colado, por suerte, en el último tramo de la campaña electoral. Apagados los focos circenses, aparece el trazo grueso en los discursos políticos por encima de la pose mediática, el comportamiento endogámico de los nuevos líderes y la complaciente actitud para quienes se apartan de la ética. Pero, como digo, a la vista de lo escuchado, las propuestas de fondo han surgido para bien de un electorado aún indeciso y de manifiesta volatilidad demoscópica.

De entre todas las cuestiones relevantes hay una que, personalmente, me produce escalofríos: la violencia contra las mujeres. Un asunto que va y viene en boca de los dirigentes políticos pero al que no se acaba de hincar el diente como se debe. Estamos ante uno de los retos más importantes como sociedad moderna. Porque se trata de la vida de las personas y de erradicar la humillación y el acoso físico y psicológico al que están sometidas miles de mujeres. Hay datos aterradores, como el que apunta a que uno de cada cuatro reclusos tiene que ver de una manera u otra con la violencia de género. Y la población reclusa española ronda ¡los 80.000 presos! Por no hablar de las detenciones practicadas por la Policía, cuyo porcentaje motivado por esta execrable causa es elevadísimo. Por tanto, algo tan esencial como la protección de la vida y la garantía del respeto humano fallan en esta eufemística sociedad avanzada.

No se trata de un reproche general contra quienes tienen responsabilidades públicas, exculpando sin más al resto. Eso conduce solo a la melancolía y al estéril enfrentamiento. De lo que se trata, en cambio, es de aunar de una vez todos los esfuerzos dentro de un gran pacto nacional que acabe con la pesadilla de muchas mujeres. Para empezar, el maltrato se combate desde la educación y la concienciación, se continúa mediante medidas severas de rechazo contra quienes la practican y se complementa a través de recursos económicos para que las víctimas puedan emanciparse y salir de ese agónico túnel del miedo. A todos, sin excepción, nos corresponde un papel vital para acabar con esta vergüenza, denunciando actitudes machistas y reclamando respeto e igualdad. Y cierto es que a quienes su futuro político depende de las urnas les compete un mayor plus, que no es otro que la determinación personal y la valentía para legislar y aprobar financiación suficiente en un asunto que quizá no dará o quitará votos, pero que aporta el mayor sentido pragmático al oficio público.