No hablaré de los debates electorales que se han desarrollado estos días en los distintos medios y plataformas de comunicación: ya lo hacen otros por mí y por usted. Ni tan siquiera emplearé un minuto en comentar las intervenciones de quienes, hasta la fecha, han tenido el coraje de enfrentar sus puntos de vista con el resto: como es lógico, cada cual arrima el ascua a su sardina. Y tampoco valoraré la peculiar manera que tiene el candidato del Partido Popular a la presidencia del Gobierno, Mariano Rajoy, de debatir con sus contrincantes: hay acciones que se califican por sí mismas. Con ser importantes las cuestiones anteriores, hoy prefiero centrarme en la importancia de los debates no solo en la esfera política sino también en la vida cotidiana.

Todos sabemos que sin debates y discusiones la vida democrática está herida de muerte. La confrontación de ideas y los enfrentamientos dialécticos son indispensables en la democracia. Lo contrario son los regímenes dictatoriales, en sus distintas versiones, donde hacer uso de la voz y la palabra brilla por su ausencia. ¿Para qué debatir, hablar y pensar en voz alta si quienes gobiernan saben perfectamente lo que tienen que hacer por y para los ciudadanos? No pensar, no hablar y no debatir es la regla de oro de los sistemas que consideran que los ciudadanos son menores de edad y que, por consiguiente, no tienen la capacidad suficiente para decidir qué conviene en cada momento. ¿Por qué emplear el tiempo en hablar y discutir sobre cuestiones que pueden contravenir las órdenes de los que saben y mandan? Es mucho mejor que hablen los expertos y quienes supuestamente cuidan de nosotros. La democracia, sin embargo, es la antítesis de estos modos de actuar. La democracia es pensar y repensar constantemente lo que hacemos. Y para ese menester los debates son fundamentales.

Por eso, quienes tienen miedo a dar la cara y presentarse a pecho descubierto ante los demás o, como hacen algunos, se esconden tras las pantallas de plasma a la hora de rendir cuentas no deberían alarmarse cuando leen o escuchan que los ciudadanos "pasan" de la política y que los políticos son, para un altísimo porcentaje de españoles, uno de los principales problemas de este país, tal y como constatan los barómetros mensuales del Centro de Investigaciones Sociológicas. Algunos políticos, sin embargo, parece ser que no escarmientan o que incluso, ¡perdón por la osadía!, gozan y alardean con este estado de cosas. Y no: los electores deberíamos castigar con rotundidad a quienes ponen tantas pegas en un asunto de tanta trascendencia para el presente y, sobre todo, el futuro de cada uno de nosotros. Por eso son tan fascinantes los debates en la vida cotidiana: porque caben muchas posibilidades diferentes de ser, de ver y de hacer las cosas. Lo contrario es la uniformidad, tanto en el pensar como en el hacer. Por consiguiente, que vivan los debates y quienes los fomentan.