En la narración del horrible suceso ocurrido en París el viernes, día 13 de noviembre, nos dicen que uno de aquellos salvajes terroristas pronunció la frase "Alá es grande". Es algo como si se declarara a sí mismo ejecutor de los designios de Dios, al que ellos llaman "Alá". Cualquier mente sana tiene que rechazar esa apreciación. Sería algo así como calificar a Dios de "autor intelectual" de unos asesinatos en masa de inocentes. Dios habría encomendado a él y a sus compinches llevar a cabo la matanza que habían organizado sus jefes desde tierras lejanas. Con toda la razón el papa Francisco ha calificado tal expresión de blasfemia, es decir como el pecado más grave y más irracional que se puede concebir: atribuir a Dios la autoría -y además "intelectual"- de uno de los mayores delitos que pueden cometerse: llevarse por delante la vida de una multitud de jóvenes que no han cometido más que el "horrible delito" de ir a pasar un rato de distracción en una sala de fiestas la tarde de un viernes, es decir cuando comenzaba un fin de semana.

El gran orador Cicerón nos deleitaría aquí con una gradación más espléndida que la que propinó a Verres cuando aquel, procurador romano en Sicilia, llevó a cabo la tremenda osadía de crucificar a un ciudadano romano en el punto de la isla desde el cual podía mirar, abrumado por la injusticia, a la metrópoli de su exclusivista ciudadanía. Aquí se le infirió la muerte a unos ciudadanos inocentes muy lejos de la guerra, en alegre multitud, cuando, inermes, iban a disfrutar en fin de semana el premio a unos días de trabajo. Los terroristas disfrutaban de una gran superioridad apoyada en armas de fuego propias de guerra. Declaraciones de intelectuales, defensores de la postura de los terroristas, han dejado ver que los jóvenes implicados en la masacre eran vengadores de los ataques de Francia y otras potencias occidentales en la parte de Siria que está en posesión de los yihadistas. Desde ese punto de vista, los asesinos de París constituían la vanguardia en guerrilla de la Guerra Santa, no declarada, que los actores de la Yihad Islámica han iniciado contra la cultura occidental. Así lo han entendido, por su parte, las autoridades francesas y las de otras muchas naciones, incluida la nuestra: se ha hecho moneda corriente la frase de "estamos en guerra"; viene entendiéndose como la tercera mundial desde hace algún tiempo.

Si es así, a esa "tercera guerra mundial" se le pueden asignar los motivos que se quiera. Se puede entender que la mueve una especial justicia; que la informa una ideología revuelta contra otra que se quiere extender; que es la expresión de un afán de dominio igual que el ansia de poder que dominó al mismo pueblo musulmán cuando llevó sus mesnadas desde la Mesopotamia hasta la tan reivindicada Península Ibérica que apellidan "Al Andalus"; ese territorio del que costó siete siglos de lucha expulsarlos; esa tierra que ellos consideran "suya" y reivindican ardientemente. Todo eso les puede servir. Pero de ninguna manera pueden justificar tal guerra -y mucho menos hechos de asesinatos masivos de inocentes- invocando el nombre de Dios. Aunque algunos hayan querido interpretar las palabras de Jesús en el Evangelio como justificativas de introducción de la guerra en este mundo, la verdad es que la misma doctrina cristiana puede servir como introducción de una corriente pacífica en el mundo dominado por la impiedad y el odio; pero lo que debe primar es la convicción profundamente arraigada en los verdaderos cristianos, de que "Dios es amor". Esta verdad ha de dominar la conciencia de todo hombre cuando piensa en Dios: el Dios, que es amor, no puede dirigir una guerra; el Dios que personifica el amor no puede alimentar el odio que lleva a los pobres hombres a cometer asesinatos de inocentes. Se ha criticado a las Cruzadas medievales y a la Inquisición atribuyéndoles un espíritu que tal vez no las animó; la razón que asiste a esas críticas es precisamente esta convicción: Dios, que es amor, no puede incitar a los hombres a que se dejen llevar por el odio, que es lo diametralmente opuesto a ese amor que informa la obra divina. Si los hombres, llevados por su espíritu mezquino y sus odios corruptores, quieren establecer una guerra y matar, que esgriman el motivo que les parezca; pero que de ningún modo invoquen el nombre de Dios, llámenlo Dios, Alá, Jehová o cualquier otra denominación que su particular religión le inspire.