Cierto es que las comparaciones son odiosas, pero a veces conviene acudir a ellas para darnos cuenta de la realidad colectiva que nos toca vivir. No se trata de menospreciar las circunstancias individuales que atormentan a una persona por causas tan dramáticas como una grave enfermedad o la inopinada pérdida de un ser querido, pero en términos generales en España tenemos, lo que se dice de verdad, un solo problema de extrema gravedad: el paro. Me refiero a un problema de envergadura, estructural y del que se derivan otros no menos importantes, pero que hunden sus raíces en esa situación de desempleo y que afecta a decenas de miles de familias. Comparativamente, en el contexto internacional y exceptuando esos pocos países muy avanzados desde el punto de vista social (Suecia, Finlandia, Dinamarca...), carece de rigor el continuo lamento bajo el que, a veces, escondemos nuestra propia insatisfacción personal y justificamos la evidente falta de atrevimiento. El paro es nuestro mayor problema, el número uno con diferencia, y, a poco que se viaje, es fácil darse cuenta de ello. Basta también para corroborarlo con un sencillo repaso a las noticias de estos últimos días, en las que sobresale la deleznable crisis migratoria y la reacción de los gobiernos europeos a golpe de fotografía. Tan triste como real y que evidencia la incapacidad de anticipación de Occidente para taponar una herida por la que sangra la población siria desde hace años.

Pero volviendo a nuestro contexto más cercano, resulta ciertamente hipócrita esa queja generalizada de mucha gente cuyo principal problema no es, precisamente, la falta de trabajo o el agobio económico para llegar a fin de mes. Como digo, no es cuestión de infravalorar las preocupaciones más íntimas de cada uno, sino de hacer un balance serio de lo que como sociedad hemos construido en estos años de democracia, con sus aciertos y sus fracasos, que también los hay. Ahí están, a modo de ejemplo, la corrupción, el clientelismo endémico y la falta de expectativas para muchos de nuestros jóvenes. Pero tampoco creo que sea muy sensato ponernos una venda en los ojos y negar los significativos avances de la España de las autonomías en estas décadas. Hacerlo no es sino el síntoma latente de un complejo de inferioridad que, de manera indefectible, nos comprime y desorienta.

Las descomunales tasas de desempleo en España constituyen la causa principal de nuestro sonrojo. Esto sí que es un asunto de Estado, que exige, de verdad, todo el esfuerzo y la atención pública para no avergonzarnos más. Aquí, en este capítulo vital, las comparaciones sí que se revelan tremendamente odiosas.