Después de pasarse toda la legislatura rechazando una eventual reforma de la Constitución que el resto de los partidos y la mayoría de los españoles considera imprescindible y que debía haberse llevado a cabo hace ya muchos años, ahora va Rajoy, y en pleno mes de agosto, después de presentar las cuentas del Estado para 2016 cuando aún faltan cinco meses, se suelta otra genuina ocurrencia de las suyas: reforma, sí, bueno, pero será en la legislatura que viene cuando el Gobierno la impulse. ¿Qué Gobierno? Porque puede que el cambio se complete y el PP no gobierne ya.

Claro que las modificaciones, en todo caso, serán pocas, ya lo ha advertido, y enfocadas casi exclusivamente a la organización territorial del país. Siempre que sea con consenso de las demás fuerzas políticas, ha añadido el presidente. Y desde luego ninguna de las modificaciones que puedan hacerse servirá para sustentar movimientos secesionistas, sino para reafirmar la indisoluble unidad de España. Pero ni Rajoy ni el resto de los partidos adelantan apenas nada de lo que comprendería la reforma. Lo de siempre: cambiar algo para que todo siga igual.

Pero el PP, que se ve desbancado del poder en todas las encuestas pese a que sea el que más votos obtenga, no quiere desaprovechar esta oportunidad, y suelta el caramelo con vistas a un doble objetivo: el de las elecciones catalanas, que van a poner a Rajoy entre la espada y la pared, y el de las elecciones generales, haciendo como que se suma al cambio que la sociedad española demanda. Lo de Cataluña le da pánico al Gobierno, que tendrá que reaccionar de una vez, y le da alas a la oposición, sobre todo a Podemos y a Ciudadanos que confían en remontar a partir de ahí las decaídas previsiones.

Lo que resulta evidente es que hay que reformar la Constitución. Pero en profundidad, porque esta no es la España de hace 38 años y porque muchos de los caminos recorridos, marcados por una Carta Magna redactada desde unos partidos recién salidos a la luz, ilusionados pero utópicos, y que pensaban más en los intereses de los partidos que en los de España y los españoles, han acabado costando muy caros, han degenerado el espíritu democrático, han elevado la partitocracia por encima de la democracia, han hecho florecer la corrupción, y han desembocado en una situación sostenida pero insostenible que la crisis ha revelado con toda su crudeza y de la que solo se han salvado los del dinero y los de la política.

Se han incumplido promesas electorales, se ha mentido, se ha desenfocado la realidad, y todo ello se continúa haciendo tranquilamente. El empleo que se crea es temporal y precario. Y la recuperación se ve lastrada por la enorme deuda pública. Los nidos institucionales -Senado, diputaciones, gobiernillos y parlamentos regionales, entes inútiles, empresas públicas?- persisten y persistirán de una u otra forma para dar cobijo a tantos vividores de la política. Pero ningún partido, salvo Vox, plantea la vuelta al Estado centralizado. Un país con 17 taifas, con instituciones multiplicadas, con más de 8.000 ayuntamientos, ni con los grandes impuestos que ahora se pagan conseguirá salir del abismo.