Clama al cielo que 67 años desde la fundación del Estado de Israel, el pueblo que siempre estuvo allí siga reclamando a la comunidad internacional que le reconozca también el derecho a tener el suyo.

Una vez más, la infinita paciencia de los palestinos ha sido puesta a prueba con la victoria en las últimas elecciones de Benjamin Netanyahu, el político que ha hecho bandera y eficaz propaganda electoral de su actitud implacable frente a los odiados palestinos.

Lo expresó muy gráficamente el otro día el negociador principal palestino en Jerusalén: Si no se negocia sobre los dos Estados, ¿qué se va a negociar? A lo que añadió: "No quiero que mi hijo se convierta un día en un terrorista suicida".

Pero esa posibilidad de radicalización de las nuevas generaciones no hace sino fomentarla irresponsablemente, y sin que nadie parezca capaz o deseoso de impedírselo, el actual y probablemente también próximo primer ministro israelí con un etno-nacionalismo cada vez más fundamentalista.

Si el sionismo original solo buscaba en las tierras reservadas al Estado judío seguridad militar tras milenios de persecución antijudía en Europa que culminaron en la tragedia de la Shoah, la estrategia seguida en los últimos años por los gobiernos de Likud son equiparables al peor colonialismo europeo.

Como han señalado reiteradamente muchos amigos críticos de Israel, el mundo árabe musulmán no es para nada responsable del antisemitismo europeo ni tampoco del holocausto nacionalsocialista, y, sin embargo, se le hace pagar como si lo fuera.

Israel continúa impasible y en claro desafío de la legalidad internacional la construcción de colonias en territorios ocupados, comiéndoles cada vez más tierras a la población autóctona palestina, a la que hace al mismo tiempo la vida imposible.

Y mientras tanto, todo hay que decirlo, los países árabes, muchos de ellos gobernados por sátrapas amigos de Occidente, se aprovechan de la desgracia palestina para distraer a sus poblaciones de sus conflictos internos.

Edgar Morin, conocido sociólogo francés de origen sefardí, ha escrito un libro titulado "El mundo moderno y la condición judía" (1), que explica muy bien cómo el universalismo de tantos judíos de la diáspora, que tanto contribuyeron a la cultura y la ciencia europeas, ha terminado desembocando en la cerrazón etno-nacionalista y de tinte cada vez más religioso y fundamentalista del Israel actual.

Durante siglos, los que él llama "judíos gentiles" (asimilados), desde Spinoza hasta Freud y Marx fueron, gracias a ese universalismo "fermento de modernidad": esa característica les permitió superar las identidades de pertenencia exclusiva, el comunitarismo, el nacionalismo cerrado así como un cosmopolitismo exclusivamente económico.

El actual judeo-centrismo representa por el contrario la renuncia a ese universalismo que tan fecundo fue en toda la historia europea y la identificación casi exclusiva, en detrimento de otras identidades y afinidades, con el Estado judío, en el que solo parece estar ya la salvación, que -escribe Morin- ya no es la del conjunto de la humanidad, sino otra vez la del pueblo elegido por Dios.

La cuestión judía, argumenta también el veterano sociólogo, no es solamente "la cuestión judía, sino la de las naciones modernas, la de la purificación y la sacralización de fronteras, la del nacionalismo, que ha exacerbado el odio al extranjero". En este caso un "extranjero" que siempre estuvo allí.

Peligrosa evolución, que lo es todavía más por la propia situación geoestratégica de Israel, para muchos árabes cabeza de puente de Estados Unidos en una región hostil, convertida en un auténtico polvorín, sobre todo después de las intervenciones occidentales para derrocar a dictadores cada vez más incómodos.

(1) "Le monde moderne et la condition juive". Éditions du Seuil.