El pasado viernes fue un día inolvidable para mí. Pasé la jornada en la zona de Villafáfila, acompañando a varios colegas mexicanos: una profesora, que ocho años después regresaba a la misma zona en la que había realizado parte de su tesis doctoral, y tres estudiantes de la misma nacionalidad que están completando en la actualidad sus estudios de posgrado sobre temas de sostenibilidad social. En el recorrido tuvimos la ocasión de compartir algunos de los recuerdos y de las experiencias que había tenido la profesora tiempo atrás mientras realizaba el trabajo de investigación sobre el impacto de la PAC en la zona y, al mismo tiempo, de responder a las preguntas que nos formulaban los estudiantes sobre las cuestiones más variopintas que le iban llamando la atención: los palomares, el campo de golf en Villarrín de Campos, las lagunas de Villafáfila o las escasas zonas arbóreas.

Hubo, sin embargo, un tema que les llamó muy especialmente la atención: durante nuestro peregrinaje, apenas nos cruzamos con personas por las calles de los pueblos que visitamos. En mi caso, no me sorprendía: al fin y al cabo es un asunto del que tantas veces he hablado en esta misma columna y que los zamoranos conocemos e incluso sufrimos en carne propia. Pero a mis acompañantes, procedentes de la capital mexicana, con unas densidades de población altísimas, sí les sorprendía que los pueblos que cruzábamos estuvieran prácticamente desiertos y sin niños correteando por las calles. Para que pudieran entenderlo, tuve que contarles que estaban presenciando, en vivo y en directo, las consecuencias del éxodo rural que especialmente sufrió esta provincia en los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX. Y que ese proceso de despoblación había venido motivado por dos procesos paralelos: la crisis de la agricultura tradicional, que modernizó la agricultura a cambio de perder ingentes recursos humanos, y el proceso de industrialización y urbanización que se produjo en España en aquellos años.

Si hoy escribo sobre estos asuntos es porque a mí me duele que nuestros pueblos se estén quedando sin musculatura social, sin vida. Cuando mis colegas mexicanos se interesaban por las actividades económicas y los proyectos de desarrollo local que se han puesto en marcha durante los últimos años en la zona, se sorprendían porque, al menos teóricamente, se han invertido muchos millones de euros en diversos proyectos financiados con las sucesivas iniciativas Leader y han llegado también ingentes ayudas y subvenciones de la PAC a los bolsillos de los agricultores que, sin embargo, no han producido los resultados que algunos esperábamos. No obstante, yo quise dejarles un mensaje de esperanza y por eso insistí en una idea que ya he expuesto en esta misma página: no todo el mundo rural está en crisis y es falso mantener que el campo y nuestros pueblos ya no tienen futuro. Existen experiencias de desarrollo rural muy interesantes e innovadoras que, aunque minoritarias, son un ejemplo y un balón de oxígeno en un clima poco propicio para ser optimistas. Pero existen y conviene conocerlas y, sobre todo, apoyarlas. Porque sin ellas, ¿qué hubiera sido de nuestros pueblos?