Aunque Adolfo Suárez siempre me lo negó -y también a Felipe González, a Fernando Ónega y a quien se lo preguntara- su dimisión se precipitó para desactivar cualquier intento de golpe de Estado: o el golpe «blando» del general Armada que buscaba apariencia legal, a modo de Gobierno de concentración presidido por él mismo con representantes de todos los partidos, o el golpe «duro» del general Miláns del Bosch que tenía a Franco como guía espiritual y operativa. «Si el problema soy yo -debió pensar Suárez- dimito y se lo complico». Y se lo complicó porque se puso en marcha el proceso de sucesión con Calvo Sotelo como candidato. Por eso Tejero lo interrumpió chapuceramente, entrando a tiros con una tropa reclutada entre lo más desaliñado que encontró, incluido el guardia que se ocupaba del bar en Tráfico. «El acto fue abominable en sí mismo y por sus objetivos antidemocráticos -me dijo el teniente general Gutiérrez Mellado, otro héroe del 23F-, pero es que, además, su estado de policía era penoso». Con decir que un guardia golpista, seguramente el del bar, llevaba unos calcetines color rosa rompiendo su uniformidad, está dicho todo.

Suárez dimitió, pero perpetraron igual el golpe: es decir, Suárez era un obstáculo a barrer, pero el objetivo, no nos confundamos, era acabar con la democracia. Ahora, con los movimientos, incluso editoriales, que estamos presenciando, surge la duda de si van a por el rey, a por la monarquía, o solo buscando la verdad, como aseguran.

Según Adolfo Suárez Illana no existen unas memorias de su padre. Dos datos apoyan esa afirmación: Suárez no escribía; sugería sus discursos y los revisaba con correcciones de puño y letra como se comprueba en el Museo de Cebreros, pero no escribía. Y además, desde que abandonó la política, estando en el CDS, por la enfermedad de su hija y de su mujer, se concentró en su cuidado en el que se consumió literalmente y ya enlazó con su propia enfermedad. Así que sin sus palabras, que son las que valen y no las nuestras, queda abierto el espacio para la especulación y para la fabulación. Podemos interpretar en su discurso de dimisión que lo hacía para frenar el golpe cuando dijo «no quiero que la democracia sea de nuevo un paréntesis en la historia de España». Entendimos todos que dimitía por eso. Felipe González es explícito: «Él estaba muy agobiado por la tensión involucionista ligada al terrorismo de Eta que no te dejaba dormir cuando gobernabas; además estaba perdiendo al galope fuerza entre los suyos y creo que interpretó que había perdido la confianza del rey. Y pienso que esto último lo decidió a dimitir».

Treinta años después, el jaque a Suárez se transforma en un jaque el rey sin que el expresidente pueda aclarar nada. De estar en condiciones, hubiera salido ya hace tiempo en defensa del monarca, sin duda alguna. El problema es que en el jaque al rey, se suman los que quieren acabar con la Monarquía -y hasta celebran los deslices del rey y los desmanes de Urdangarín- y los que quieren acabar con la democracia. El rey es la pieza a batir ahora y después el príncipe. A por el príncipe también van algunos desde ahora mismo, pero como no le detectan ni cacerías, ni negocios, ni infidelidades, concentran el fuego sobre la princesa Letizia en una operación penosa en la que ha llegado a participar, se supone que esperando el cielo económico, hasta su primo hermano favorito al que concedió el honor de ser padrino de su boda. Un militar de máxima graduación consultado expresa su opinión personal: «Es un intento de desestabilización y los políticos parecen no enterarse».

No le falta razón. La política española discurre entre las bromas de Rajoy sobre su tardanza, ya inexcusable, en designar candidato a las europeas, las chanzas sobre Esperanza Aguirre que se da a la fuga tras una multa de tráfico y habla del etarra Bolinaga para defenderse y esa distancia creciente entre la calle y el Parlamento. Entretanto van a por el rey, como mínimo, otros a por la Monarquía y algunos a por la democracia. Y los conocemos.