El domingo, 2 de febrero, cinco activistas de Femen llegaron hasta a agredir al cardenal-arzobispo de Madrid, don Antonio María Rouco, arrojándole a la cabeza bragas manchadas de rojo que imitaba sangre, al tiempo que mostraban sus bellezas pectorales. El eslogan en el que apoyaban su reivindicación era «el aborto es sagrado». El viernes 31, durante la eucaristía que se celebraba en la parroquia de San Lorenzo -en la que lloraban a un difunto de 92 años sus dos hijos, sus nietos y su hermana- en la encrucijada que está junto a la iglesia se apiñaban personas gritando de manera, al parecer, desafiante. Al salir oí uno de sus sloganes por el que podía entenderse de qué grupo se trataba. También se dirigían a la Iglesia, en este caso a los fieles, puesto que decían: «Sacad los rosarios de nuestros ovarios». Hay expresiones que suenan mal en cualquier persona; pero en boca de mujeres -aparte de lo poco que dicen con relación a la democracia o respeto a las opiniones contrarias a la de quien habla- resultan de una grosería especial. Pero esto es un fenómeno tan repetido en nuestros tiempos... que los oídos no llegan a escandalizarse.

Yo voy a ceñirme a mi objetivo expresado en el título de este escrito. ¿Es sagrado el aborto? Con toda claridad rotunda: el aborto no es sagrado, porque, como tal, es un claro asesinato. Y el asesinato no puede ser sagrado. Afortunadamente pasaron aquellos tiempos medievales en los que las convicciones religiosas permitían organizar Cruzadas para -con el pretexto de recuperar los Santos Lugares- derrotar a los infieles ocupantes de los mismos, matando a todos los que se pusieran por delante. Y también es cosa del pasado la Santa Inquisición, que juzgaba a los herejes en tribunal eclesiástico y, una vez declarado hereje el encausado, se remitía al «brazo secular», para que ejecutara la sentencia de pena capital. En el mundo cristiano -y España lo es mayoritariamente, al menos de confesión- el asesinato no es, ni puede ser, sagrado.

Fuera de esas «geniales» manifestaciones de las «semidesnudas» (¡qué frío tienen que pasar!), se manifiesta con muchísima frecuencia en los medios «proabortistas» la idea de que la proyectada Ley de reforma en materia del aborto es una «violación del derecho de las mujeres». Repito: el aborto, en sí, es un asesinato; no un simple homicidio, sino una acción delictiva que reviste las agravantes propias de un asesinato. Es acción premeditada, con alevosía, y lleva sobre eso, con relación a la mujer embarazada («madre», sí que es algo sagrado; por tanto no les cuadra), la agravante de matar a un familiar. Si se califica como derecho el abortar, tal vez los «maltratadores con resultado de muerte» digan la tremenda e inadmisible barbaridad de que «considerar delito lo suyo es violar los derechos del hombre». Y así otros criminales.

Adviértase muy bien que siempre hablo del aborto, «en sí»; porque el que se permite en la Ley cuando hay peligro para la vida de la madre puede considerarse como una especie de «legítima defensa». Si están en peligro la vida de la madre y la del neonato, parece que es legítimo tomar partido por la vida de la madre, sobre todo si de la suya dependen otras vidas de hijos ya nacidos. Pero téngase en cuenta que la legítima defensa es exigente: «servato moderamine inculpatae tutelae» («con la moderación de una tutela no culposa»).

No creo que esté exenta de culpa la acción por la cual se destroza al neonato, con el dolor que se puede suponer cuando ya tiene sensibilidad.

A matar, en la España de hoy, no tiene derecho ni siquiera el Estado: está abolida la pena de muerte.