Ya «tolondrean» los cencerros por las calles tristes -y vacías- de nuestros pueblos. Las vacas -cada vez menos- han sido recluidas a sus establos de invierno, desnudas de esquilas, apeadas con grilletes, pero en este tiempo de andar pegados a la lumbre, suenan en tropel los clarines afónicos de antaño. El santo de los mozos, san Esteban, es lo que tiene, que alborota la paz aborregada, esa que encarcela los caireles y esconde el alma rural entre el humo que bulle, a borbotones, del asfalto de las ciudades sin murallas.

Las mascaradas ya están aquí, la tristeza se da la vuelta y queda oculta tras el cuero de cabra de las caretas. El Zangarrón de Sanzoles y el Tafarrón de Pozuelo de Tábara abren mañana mismo, con las vísperas, el ciclo de fiestas hiemales y será al día siguiente, el miércoles, en sesiones matutinas, cuando restalle con más fuerza el latigazo de la tradición.

Es un lujo para Zamora mantener culebreando las celebraciones de antruejo que despiden el año viejo y saludan al nuevo, sacando a relucir los bordes de esa cultura rural que ya solo se ve en estampitas en los museos etnográficos. Las mascaradas son una muestra viva del hálito lúdico que movió a nuestros antepasados, una sombra de lo que fue una forma de vida, marcada por las tareas rurales y la dictadura de la supervivencia.

Este cordón umbilical, que abre la boca como los pájaros vestidos solo con la frialdad de los primeros cañones, une el presente con lo que fue y nos grita que lo que vivimos ahora no es el tiempo inmortal, el que va a mantenerse como cliché pegado sobre el alma de la humanidad, que cambiará.

Los personajes que tapan su cara con máscaras de cuero o de madera y adornan su cuerpo con ropas viejas, que intentan imitar la segunda piel de las caballerías; esos actores esperpénticos que llevan la violencia en cada gesto, limpian nuestra memoria ancestral y nos llevan a la tierra de siempre, esa que se vuelve hostil a poco que le busquen las cosquillas.

Zamora debería cuidar más sus mascaradas, debería arroparlas para que no se enfríen y se contagien del moho que cubre como patina nuestros pueblos. Hubo hace años un intento de la Diputación para sacar a la luz las celebraciones. Lo consiguió solo en parte. Lo que ha quedado de ese movimiento es lo que da lustre a los políticos: los desfiles y las manifestaciones de cara a la galería.

El intento para lograr que las fiestas zamoranas, junto con las portuguesas y de otros países europeos, sean declaradas patrimonio cultural de la humanidad, se ha difuminado en trámites y despachos. Hay que reavivar la iniciativa y darle el empujón que necesita. Para eso hay que tomarse en serio la manifestación y darle la importancia que tiene, lo que no han hecho hasta ahora las estancias políticas y la cultura oficial.

Por eso tiene más mérito lo que están haciendo algunos colectivos en pro de sus celebraciones particulares. Ahí está el ejemplo de Sanzoles que, conseguida la declaración de fiesta de interés regional hace ya más de un lustro, ahora, gracias al empeño de la asociación cultural que lleva el nombre del zangarrón, está a un paso de arrancar el reconocimiento nacional, un título muy importante teniendo en cuenta que en Zamora no hay ninguna fiesta con esta medalla, y solo la Semana Santa de la capital ostenta el blasón internacional.

Las mascaradas deben ser tomadas más en cuenta en la provincia. Francisco Rodríguez Pascual, antropólogo y sacerdote, al que la provincia debe un homenaje por haber ahondado como nadie en sus intersticios culturales y manifestaciones populares, le dio el rango que se merecen, pero hay muchos oídos sordos. Las celebraciones de estos días tienen la importancia de llevar en su barriga el devenir de la provincia, desde el Neolítico hasta ahora, pasando por aportaciones romanas -Saturnales y fiestas de Jano- y católicas. También se ha pegado a la liturgia de la celebración costumbres y hábitos de cada época, con un claro componente militarista.

En cada mascarada tintinea el pasado, una forma de entender la vida hoy caduca, pero que tiene un fuerte componente didáctico porque refleja lo que fue este mundo durante cientos, seguramente miles de años. En cada fiesta ancestral se aprenden usos y costumbres y un espíritu mágico capaz de hacer sonar las aldabas de la memoria, hoy tan difícil, en un tiempo en que parece que lo eterno se ha quedado parado.

Por cierto, enhorabuena a Andrea Cordero, que mañana se convertirá en la primera mujer que participará de forma activa en la fiesta del Tafarrón de Pozuelo. La razón se ha impuesto y las mascaradas de invierno se abren también a las mujeres. Es una necesidad y, sobre todo, es de justicia. Que cunda el ejemplo.