El niño no leía nunca. No había forma de que cogiese un libro, ni un periódico, ni una revista, ni siquiera esos cuentos que apenas tienen letras y que están llenos de dibujos y colorines. Hacer los deberes y repasar lo aprendido en la escuela se convertía en un auténtico suplicio, que fue aumentando con los años. El chaval crecía y, raspando, raspando, iba sacando los cursos, pero lo de la lectura no mejoraba. Sus padres lo achacaron desde el principio a las maquinitas matamarcianos, a la tele, a la videoconsola, y no le dieron demasiada importancia hasta que un buen día descubrieron que el muchacho era un pesetero de armas tomar. Se quedaba con las vueltas, hurgaba en los monederos y se las ingeniaba para llevarse las mejores propinas y para hacer negocietes con cualquier disculpa, algo que ponía del hígado a sus primos, a quienes sacaba la hijuela por hacerles algún recado o adelantarles unos céntimos para que comprasen chuches (sin IVA). El crío tenía un especial olfato para adivinar las debilidades económicas ajenas. De tal manera que si un compañero de clase andaba flojo de remos, él se ofrecía a taparle, en silencio, las deudas, pero, a cambio, le acababa sacando un juego, unos cromos, un balón, una camiseta y cosas así. Y no cedía ni se ablandaba por mucho que el amigo le pidiese que ampliara lo plazos de devolución o que le perdonara algo de la deuda. El chico prometía.

Vistas sus habilidades, los padres dejaron de preocuparse por su futuro. Estudiara lo que estudiara, su hijo sería rico. Lo único que les parecía raro era que Ambrosito no se hubiera decidido todavía por una carrera concreta. Por eso se quedaron helados el día que su retoño voceó:

-¡Mamá, quiero ser administrador concursal!

«¿Queeé?», gritó la madre. «No me jodas», bramó el padre, que ya se veía montado en el dólar. Ambos corrieron hacia el salón a ver si el niño tenía fiebre. Pero no, lo que tenía entre las manos era la página 6 de «La Opinión- El Correo de Zamora» del domingo 15 de julio del 2012 en la que un reportaje de Susana Arizaga revelaba las astronómicas cantidades que cobraban los señores designados por un juez por gestionar (o lo que sea) empresas en quiebra hasta que estas desaparecían por completo. Los papás alucinaron en tecnicolor. Primero, porque el niño hubiera leído un periódico y después, por lo que allí ponía. Ponía, por ejemplo, que los tres administradores concursales de Pevafersa se han llevado ya cada uno casi 400.000 euros (sin IVA) más otros 40.000 al mes durante medio año. Hacen ustedes la cuenta la vieja (con IVA) y les salen unos 750.000 euros por barba, o sea, más o menos, unos 125 millones de pesetas. Y cobran fijo. O serán los primeros en cobrar, mientras que trabajadores, proveedores, Seguridad Social, Agencia Tributaria y demás tendrán que esperar a que quede algo en la caja. Y si no, a escardar cebollinos. Y todo esto, por ahora, porque si el proceso se prolonga con recursos, tropezones, retrasos y otras zarandajas, los salarios de los administradores concursales seguirán subiendo y subiendo hasta alcanzar cifras que ni usted ni yo controlamos. ¡Y en año y pico! Ni Cristiano Ronaldo, que, al menos, arriesga los tobillos y tiene que escuchar improperios cada quince días. Aquí, no; aquí blanco y migado. ¿Entienden ahora porqué Ambrosito quería ser administrador concursal nada más hojear el primer diario que leía en su vida?

-Hay que estudiar Derecho o Económicas y hacer unos cursos, dijo el chaval.

-Como si tienes que hablar en sánscrito y montar en globo a pedales, respondió el padre, que, ahora sí, ya se veía más forrado que el marajá de Al-Muchaf-Pasta ibn Jobar Euromillones.

No me extraña la reacción. Lo que me extraña es que esta sociedad, y más en tiempos de crisis, permita cosas como estas, que son legales, pero radicalmente injustas e inmorales. Lo grave, precisamente, es que sean legales, que nadie ponga freno a tamañas barbaridades, que no hacen más que aumentar el cabreo y la indignación de las gentes normales. Como las aumenta el último (por ahora) coletazo del caso Dívar, ya saben, el presidente del Consejo General del Poder Judicial obligado a dimitir por cargar al erario público miles de euros de viajes y cenas particulares. Resulta que hay que indemnizarle con 208.000 euros por su condición de ex alto cargo del Estado. No importan las razones de su dimisión, solo la legalidad de su petición. La ley es la ley y hay que pagar, dice su sucesor en el cargo, un magistrado progresista.

Cuando injusticias como estas (sueldo de los administradores concursales e indemnización de Dívar) son legales y, por tanto, y de momento, irrebatibles, es que esta sociedad está más podrida de lo que nos habían contado. Y que no pueden seguir pasando estas cosas mientras miles y miles de familias no llegan a fin de mes o tienen que ir a comer a Cáritas. Dan ganas de vomitar.