Quién no recuerda qué estaba haciendo cuando el mundo, que conocíamos cambió para siempre? El día en que quienes se creían a salvo de las trincheras en las que se libran ahora las guerras, el terror, se dieron cuenta de que eran tan vulnerables como el resto de los mortales. El día en que Occidente pagó el primer gran precio en vidas de inocentes y en el que se hizo añicos uno de los conceptos sagrados de su cultura: la libertad individual.

Al tiempo que se desplomaba el último de los rascacielos del World Trade Center se estrellaban las ilusiones sobre un mundo más libre sin el telón de acero de la guerra fría. Y sobre los discursos en defensa de los derechos civiles se extendió una sombra pavorosa que los hacía sospechosos frente a lo que se había convertido en el bien más preciado: la seguridad. Todos preferimos dejar que nos hurguen en el bolso, que nos desnuden en los aeropuertos, que nos escaneen el iris y que husmeen en nuestra vida cotidiana con tal de sentirnos a salvo ¿de quién? El pavor desatado tras el 11-S contribuyó a señalar un malo oficial después de la desorientación colectiva que trajo consigo la caída del muro de Berlín.

Se miró hacia Oriente, sin prestar demasiada atención al hecho de que los terroristas que estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas y el Pentágono aparentaban vivir integrados en una sociedad que presume de interracial pero que esconde hondos y peligrosos pozos de xenofobia. Repetimos el horror en Madrid tres años después con ese mismo e hipócrita esquema, como si cerráramos los ojos a la evidencia de que sólo si se borran diferencias se estrecha el cerco contra el fanatismo.

Estos diez años de miedo han dado de sí millares de muertos: los de soldados que acudieron a una guerra infecta movidos entre el sentimiento de revancha y la propaganda de sus gobiernos; las de los civiles cuyo odio se macera entre bombas y morteros y que tal vez jamás oyeron hablar de dos rascacielos que se dibujaban en el horizonte de una ciudad definitivamente herida. Diez años después, la Humanidad no ha encontrado arquitectos que construyan sobre la zona cero de esta encrucijada histórica.

Al calor de tan atroces sucesos empiezan a proliferar las teorías de la conspiración a las que son tan aficionados los estadounidenses ante sus grandes dramas. Y se especula con la participación de los servicios secretos del Mosad a la CIA y se compara el efecto de la caída de las torres con una detonación premeditada. Tal vez sea la impotencia ante tanta vida injustamente segada la que lleva a buscar siempre explicaciones veraces o increíbles. O la necesidad de encubrir nuestras propias negligencias. O quizá, en fin, como suele demostrar la Historia, la realidad supere a la ficción y permanezcamos ajenos a una visión aún más espeluznante que aquel sangriento día de septiembre. Si tal cosa fuese posible.

Quién no recuerda qué estaba haciendo cuando el mundo, que conocíamos cambió para siempre? El día en que quienes se creían a salvo de las trincheras en las que se libran ahora las guerras, el terror, se dieron cuenta de que eran tan vulnerables como el resto de los mortales. El día en que Occidente pagó el primer gran precio en vidas de inocentes y en el que se hizo añicos uno de los conceptos sagrados de su cultura: la libertad individual.

Al tiempo que se desplomaba el último de los rascacielos del World Trade Center se estrellaban las ilusiones sobre un mundo más libre sin el telón de acero de la guerra fría. Y sobre los discursos en defensa de los derechos civiles se extendió una sombra pavorosa que los hacía sospechosos frente a lo que se había convertido en el bien más preciado: la seguridad. Todos preferimos dejar que nos hurguen en el bolso, que nos desnuden en los aeropuertos, que nos escaneen el iris y que husmeen en nuestra vida cotidiana con tal de sentirnos a salvo ¿de quién? El pavor desatado tras el 11-S contribuyó a señalar un malo oficial después de la desorientación colectiva que trajo consigo la caída del muro de Berlín.

Se miró hacia Oriente, sin prestar demasiada atención al hecho de que los terroristas que estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas y el Pentágono aparentaban vivir integrados en una sociedad que presume de interracial pero que esconde hondos y peligrosos pozos de xenofobia. Repetimos el horror en Madrid tres años después con ese mismo e hipócrita esquema, como si cerráramos los ojos a la evidencia de que sólo si se borran diferencias se estrecha el cerco contra el fanatismo.

Estos diez años de miedo han dado de sí millares de muertos: los de soldados que acudieron a una guerra infecta movidos entre el sentimiento de revancha y la propaganda de sus gobiernos; las de los civiles cuyo odio se macera entre bombas y morteros y que tal vez jamás oyeron hablar de dos rascacielos que se dibujaban en el horizonte de una ciudad definitivamente herida. Diez años después, la Humanidad no ha encontrado arquitectos que construyan sobre la zona cero de esta encrucijada histórica.

Al calor de tan atroces sucesos empiezan a proliferar las teorías de la conspiración a las que son tan aficionados los estadounidenses ante sus grandes dramas. Y se especula con la participación de los servicios secretos del Mosad a la CIA y se compara el efecto de la caída de las torres con una detonación premeditada. Tal vez sea la impotencia ante tanta vida injustamente segada la que lleva a buscar siempre explicaciones veraces o increíbles. O la necesidad de encubrir nuestras propias negligencias. O quizá, en fin, como suele demostrar la Historia, la realidad supere a la ficción y permanezcamos ajenos a una visión aún más espeluznante que aquel sangriento día de septiembre. Si tal cosa fuese posible.