Lo contaba Cayo, un buen seminarista que no llegó a cura: Su viejo maestro de Villavellid, que se pasaba el invierno carraspeando, a media mañana salía a la puerta de la escuela y a voz en grito llamaba a la sirvienta: Reme, las diez. Al rato, pues la casa estaba al lado de la escuela, llegaba la renca y malencarada fámula con «las diez»: una cazuela de café con leche y tres galletas para mojar. Los escolares asistían curiosos y divertidos al desayuno; cuando el maestro devolvía a la Reme la cazuela con las escasas sobras, murmuraban a coro: «todo eso para ti». La escuela carecía de reloj, lo cual no era de lamentar considerando la maldición de Ruiz de Alarcón: «Malhaya, amén, el primero, que fue inventor de relojes». El estómago del maestro marcaba las diez, y el toque de oración, las doce del mediodía, el momento fijado por tradición secular para el almuerzo. Doce y almuerzo eran, en mi viejo mundo campesino, palabras intercambiables. Y en un principio se tomaba a chacota el cambio horario, allá por los últimos años setenta, cuando alguien preguntaba la hora, no era extraño que recibiera esta respuesta: por Dios las doce, por Franco la una. El campesino presta mayor conformidad al invariable orden de la Naturaleza que a las imposiciones, más o menos racionales, de la economía. Sin necesidad de relojes, en un espacio de veinticuatro horas el Sol sale, sigue su ruta y se oculta; en ningún momento se salta el plan armónico de las constelaciones.

En el día de hoy, el adelantamiento impuesto a nuestros relojes por la Europa mandona, le ha robado una hora a la noche y en consecuencia al sueño. El hombre se ha tomado a pecho el bíblico privilegio de dominar el mundo creado. Pero gozo y dominio no son lo mismo que destrucción. Servirse de la Naturaleza le obliga a perfeccionarla y cuidar de su conservación; no le asiste al beneficiario ningún derecho a maltratarla. En uso de las atribuciones citadas, el hombre ha demostrado su capacidad para modificar el medio geográfico; en ocasiones puntualmente denunciadas, el desmedido afán trasformador ha causado destrozos, quizás irreparables en valiosos paisajes. Cierto es que zonas desérticas se han convertido en maravillosos emporios turísticos que han redimido de su secular pobreza a no pocos pueblos; pero es innegable que el cemento ha profanado la belleza y el grato ambiente de buena parte de nuestras costas. Se achaca el desastre a la falta de una legislación previsora y rigurosa, capaz de poner freno a los especuladores y límites a la construcción desordenada y abusiva.

Podría ser tomado como torpeza inútil negar que la manipulación horaria no representa atentado de ninguna clase al orden natural; pero es obligado tener en cuenta que se trata de una disposición fundamentada en consideraciones de índole económica que no todos los economicistas comparten. La insuficiente producción de energía eléctrica y, en consecuencia, su elevada carestía para el consumidor, aconsejan medidas de ahorro. Parece indubitable que acortando la noche y alargando el día, se acortan las horas de oscuridad y se ahorra luz eléctrica... y bombillas; por lo tanto algo menos importarán los recibos... si es que las empresas y el gobierno no suben las tarifas con la excusa que no dejaría de ser paradoja cruel, de que se consume menos energía. No se fíen, aconseja la experiencia. Escribimos más arriba que el campesino confiaba en la Naturaleza: tal vez se ahorraría más acostándose cuando las gallinas y levantándose al tercer canto del gallo.