Es fácil entender que las sociedades tienen necesidades y retos difíciles que encarar cada día. En los tiempos de crisis en los que vivimos hay que cuidar con premura a quienes se ven más duramente golpeados por la necesidad. Sin embargo, esto no debe descuidar esos otros aspectos concretos que permiten entender lo que somos como sociedad: el conocimiento pasado, en este caso, referido a la actividad arqueológica. El empeño de los arqueólogos no es pura ni estrictamente romántico (son profesionales) sino esencial para enfatizar sobre los elementos constitutivos de la Historia y la comprensión de las sociedades humanas. Ahora bien, rara vez se valora esa aportación en términos generales, y en esto confío estar equivocado, que la arqueología nos ha permitido el disfrutar de ese mar de monumentos históricos de los que nos sentimos tan orgullosos, ya sean los más visibles castillos, iglesias, monasterios, Atapuerca, Numancia, y así, un largo listado de nombres propios, pero que inconscientemente pensamos que están ahí como si hubiesen brotado como por arte de magia. Lo que se ve y lo que se visita no es lo que está sino lo que con mucho empeño y trabajo se ha ido desarrollando a lo largo de los años. No siempre, todo cabe decirlo, con la conveniente ayuda de las instituciones públicas ni con su entusiasta patronazgo, siempre ha de contarse con el patrocinio privado para sacar adelante proyectos de singular relevancia.

La arqueología se desvela como una profesión ingrata porque sólo se toma en cuenta en el momento en el que el hallazgo es significativo o políticamente interesante, porque existe un velo de profundo desconocimiento sobre ella (el cine, sin duda, ha creado malsanos arquetipos). La mayoría de las veces resulta incomprendida, porque no parece revertir directamente en la sociedad.

Sin embargo, no hay duda de que muchos ciudadanos muestran una arrojada curiosidad por los restos materiales de esas culturas antiguas. Las salas de los museos arqueológicos no es que tengan llenos completos, pero forman parte de las colecciones que, de vez en cuando, nos gusta visitar. El mismo gusto por viajes a lugares exóticos como Egipto, Jordania, Túnez, Turquía, Italia, etc., nos desvela un ávido interés por acercarnos a los grandes monumentos. Tampoco podemos ignorar que la ciudad de Pompeya, tan inspiradora para la novela y el cine, fue rescatada del olvido por la arqueología. Y, sin embargo, aunque sorprendentes e increíbles, sus formas, su grandiosidad o su propia perdurabilidad de miles de años, nos seducen y nos atrapan. La Historia, en este caso, es un valor fascinante para la sociedad. Pero no es oro todo lo que reluce ni hay una conciencia de los esfuerzos que esto comporta. Es una profesión que tiene que lidiar, paradójicamente, contra el tiempo y la contemporaneidad. Hoy día, los rastros de las civilizaciones que tanto nos maravillan (y que son una fuente constante de inspiración para los escritores de novela histórica) por su singular contribución a nuestra narración del ayer suelen ser un obstáculo para la modernidad (ya que se hallan en medio de autopistas, aeropuertos, etc.).

Por otro lado, no siempre tenemos la oportunidad de visitar Santa Sofía, en Estambul, ni las pirámides de Egipto, ni la singular Petra, en Jordania, sino los yacimientos que tenemos a nuestro alrededor. Por lo pronto, en la provincia de Zamora hay mucho que indagar, prospectar y excavar todavía para desvelar las características de las sociedades históricas que la habitaron. Es la muestra y el ejemplo de que la sociedad no es ajena a los envites de la arqueología, al contrario, aprecia su significación.

Un año más, en Santa Eulalia de Tábara se celebró una charla sobre las acciones que se están desarrollando en el yacimiento de «El Castillón». Tanto el director de la excavación, José Sastre, como la técnico Patricia Fuentes explicaron las características principales de este castro enclavado junto al río Esla, y que forma parte de la Ruta Jacobea de la plata, el llamado camino mozárabe que se dirige a Santiago de Compostela. En la sala, la afluencia de público fue notoria y el interés y expectación máximos, ya que se desvelaban las singularidades de un asentamiento humano no lejos de su localidad. Se mostraron a través de una serie de imágenes una amplia colección de cerámicas (de alta y baja calidad), ajuares, vidrio y metales, que permiten calibrar que este asentamiento de la tardo-antigüedad tuvo una prolongada actividad humana. Esta colección se deposita en el Museo Arqueológico de Zamora. En cada nueva campaña, con los escasos recursos con los que cuenta la Asociación Zamora Protohistórica y la inestimable ayuda de voluntarios de otros países de Europa y de América (jóvenes arqueólogos en su mayoría) se ha descubierto la existencia de un horno, un almacén, diversas zonas de habitación y se ha delimitado la extensión del castro, sus accesos y su gruesa muralla.

Esta profundización cada vez mayor en lo que es el conocimiento de un hábitat tan singular, nos acerca a unos modos de vida que distan mucho de ser los actuales y que, a su vez, pertenecen a poblaciones humanas de las que todavía sabemos poco. El proyecto revela, así mismo, que con escasos medios se puede hacer mucho (nunca lo suficiente) a la hora de seguir indagando y contribuyendo, desde la arqueología, a reflejar lo que fue la existencia de quienes nos precedieron. Y cómo, por incomprendida que esté, ostenta un enorme atractivo para el público porque de algún modo se reconoce que estos restos pertenecen a una cultura material de la que se sienten herederos. Sin embargo, las políticas que se siguen no facilitan la labor de los historiadores, salvo en casos muy puntuales, porque se entiende como un arte menor. El trabajo y la labor desarrollada en «El Castillón», así y todo, nos indica que actividad arqueológica no está reñida con las necesidades inmediatas ni con una latente sed de conocimiento que las personas tenemos por comprender nuestros orígenes.