Los monteros zamoranos que aprovechan terrenos cinegéticos particulares o comunales, pisados por especies regaladas por la naturaleza y no sembrados de jabatos y varetos de cercón, apuran una temporada "deleitosa", que dicen los venadores con suerte. Y es que en este ejercicio tienen la oportunidad de matar jabalíes sin límite, y también ciervas.

Aunque es sabido que en la caza, la pesca y los amores, por un placer mil dolores, ahora es la propia Administración la que complica todavía más la brega del cazador que aguanta en los pueblos al soltar otro disparo que da más alas al vaciado rural.

El tiro es el Real Decreto del Ministerio de la Presidencia y para las Administraciones Territoriales, de 2 de febrero, que desarrolla las normas de control de subproductos de caza mayor, no destinados al consumo humano.

Mientras las justificaciones - como las de toda Ley sensata- son comprensibles, las disposiciones han conmovido a los cazadores del envejecido y despoblado medio rural que tienen en el aprovechamiento cinegético una de las pocas distracciones y alientos.

Tiemblan los organizadores de monterías de nulo lucro porque establece procedimientos de recogida, transporte, uso y eliminación de vísceras y otros subproductos de los animales abatidos al estilo de las cabañas ganaderas domésticas, dejando solo fuera el resultado de esperas, aguardos, ganchos y cacerías menores.

El decreto afecta a las cacerías que rebasen las 20 piezas en la Junta de Carnes, y a las que sumen más de 40 cazadores. Es decir, las que en Zamora y buena parte de Castilla y León permiten pagar a duras penas el arriendo del coto, tal vez un dinero simbólico a los propietarios que ceden sus fincas al disfrute del gatillo, realizar alguna mejora (bebederos, sembrados?) y rematar el día de pólvora con una perolada de judías donde los cazadores sueltan la lengua a placer. Estos días despiezando, entre bocado y trago, el punzante decreto.

El boletinazo firmado por la vicepresidenta del Gobierno Soraya Sáenz de Santamaría, por sus requisitos y exigencias, tiene en vilo a los cazadores que todavía abren las puertas de los pueblos, y les obliga a celebrar apresuradas asambleas para decidir si merece la pena trabajar por mantener suficientes y hermosos ejemplares que hagan meritorio al acotado, o para buscar la fórmula de seguir activos. Los sobrecostes que conlleva la iniciativa ¿quién los paga? Encarecer los puestos llevará a muchos cazadores locales a colgar la escopeta.

La caza -ejercida hoy día con criterios sostenibles- es un derecho tradicional de los pueblos que se les ha ido arrebatando, y que ninguna administración ni gremio interesado debería ventilar a quien respira en estos maltratados territorios.

Siglos y siglos de vida salvaje parecen irse de golpe al traste por enfermedad y zoonosis. La burocracia engorda con cada nueva Ley y es sabido que todo reglamento es un nicho de labores y funciones, capaz de dar asiento a miles de interinos y de empresas, no pocas de trastienda creadas por la ocasión. A costa de sumar costes sobre la caza mayor pueden crearse algunos puestos de trabajo, (veterinarios, visceradores, enterradores) pero parece un decreto hecho para sacar dinero y, además, forzar el asociacionismo de los cotos y, en consecuencia, para entregar la caza rural a sociedades poderosas y a cazadores que cortan cabezas y abandonan los cuerpos.

Es denigrante la venatoria que fusila con barbarie en un día de plomo y jauría loca decenas de piezas silvestres, que aniquila en una mañana un recurso que permitía a los locales pistear los montes varias jornadas del año y disfrutar de la jalatoria de las capturas al amor de la lumbre. Ese cazar poco a poco lo atropelló el dinero, como las prisas de algunos llevaron a batir a los ciervos más señoriales cuando el ciego amor les arrebata los sentidos.

El decreto de marras sorprende a los cazadores del medio rural porque ha saltado como un jabalí emboscado. También a los ganaderos y agricultores, que temen un descontrol de las especies y mayores daños. Incluso la apuesta por la calcinación de los subproductos sanos puede forzar a la famélica avifauna a seguir tras las ovejas y corderos en un momento en que la sobreadministración está convirtiendo a los carroñeros en predadores.

En este mundo de la caza, ahora mismo corren en la provincia de Zamora fechas entretenidas para el cazador porque la Junta de Castilla y León ha abierto la mano sobre las ciervas como nunca.

En la exposición de resultados de febrero -la llamada Junta de Carnes- algunos colectivos muestran tendaleras de tantas venadas abatidas como marranos. Algo insólito en estos lares. Algunos protagonistas tratan de mantener en secreto el tiroteo porque, así como las ristras de verracos muertos airean un éxito, un alfombrado de ciervas silvestres baleadas golpea el alma del respetable público. Abundan y corren ligeras, pues, las fotos de cochinos derrumbados, pero escasean las imágenes de cadáveres de las cándidas ciervas tendidas sobre el asfalto.

-Te voy a mandar una foto con los bichos, me dice un tabarés.

-Perfecto

-Me dicen que no, que puede haber problemas con el qué dirán -indica a los pocos minutos.

Y es que una trilla de ciervas muertas no es una estampa usual en Zamora, aunque sea ordinario en dehesas donde desfilan ante las armadas rebaños de reses a las que solo les falta tener nombre propio.

Son más de un centenar las ciervas abatidas contabilizadas hasta el momento en un puñado de cotos del entorno de la Reserva Regional de Caza de La Culebra. No faltan las denuncias porque, debido al gatillo fácil, entre las ciervas se han colado machos jóvenes. Sin cuernos visibles, pasaron por hembras.

La Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León dio orden y licencia para matar venadas "sin cupo", y hay quien no mira sarracinas. Ante estos regodeos hay gestores cinegéticos que denuncian el exceso de plomo porque sin ciervas no habrá en la próxima temporada de caza presencia de venados encendidos por Cupido, y sin pasión por medio no habrá berrea que ponga a la vista ejemplares coronados con un trofeo de oro sobre su cabeza. Ponen los matarifes de esta guisa en jaque los atractivos y el valor del coto porque la joya que se paga es un enramado de puntas y candiles imperioso, y no un trozo de carne o un pellejo.

La muerte de ciervas es un conflicto de intereses. Agricultores, ganaderos y sindicatos agrarios han levantado la voz sobre la superpoblación y el descontrol de ungulados, que toman parcelas, huertos y jardines como si fueran camperas. La Administración, que apenas alimenta res alguna, como si la fauna viviera de la mística, ha traspasado a los cazadores la resolución del problema, no concediéndoles altos niveles de autogestión, sino a costa de burocracia, gastos, trámites y sobrecostes.

El alcalde de Pozuelo, Jesús Ángel Tomás, es tajante al respecto. "El problema lo tenemos con los ciervos, que cuestan mucho dinero en accidentes, hospitales, movilizaciones, sembrados y pérdida s de producción".

Es cierto que hay planes cinegéticos, pero no pocos elaborados tan a vuelapluma y desligados de la realidad que algunos gestores han optado por seleccionar muy mucho los escenarios para no cargar con responsabilidades por temor a las irregularidades.

En este estado cinegético, los cazadores del medio rural temen más a los disparos que salen de los despachos que el surgido de los matorrales.