Celedonio Pérez

La amanecida viene un poco atontada, por el humo y por la humedad que se mete en los huesos. El pueblo aparece así, vestido de invierno riguroso, una estampa de silencio manchada por el tintineo lejano de un sonido monocorde, el de los cencerros. Si llegas de fuera, andas como perdido. De repente, un mozo ataviado con capote antañón, sirve de guía. «Seguid a ése, que ése sabe dónde está la casa del Zangarrón». Y es verdad, a lo lejos, una muchedumbre abre los flecos de una calleja. «Allí, allí es».

Caras desencajadas por la falta de sueño, el alcohol y el cansancio. Momento para desentumecer las piernas, estirar los badajos de los cencerros. La hora de la espera, de los saludos, de las preguntas. Son las ocho y media de la mañana y la luz de la realidad empieza a poder a la de la noche, más mágica, más inconsistente. Casi es la hora.

Dentro, en la casa que se extiende en mil recovecos, una familia cumple con el rito. Reflexión. Nadie levanta la voz. Se nota que allí está pasando algo, a pesar de la obstinación y el regocijo que montan cuatro zumbones que ofrecen alcohol a todo el que se descuida. En el medio del cuadro, un joven ataviado con una vestimenta que recuerda los perfiles de las mantas de caballerías, se lleva todas las miradas. Saúl Martín Sánchez es el protagonista. Saúl es el Zangarrón de Sanzoles. A su lado dos mujeres: madre y abuela, Paloma y Mercedes. Las dos pensando en lo mismo: «Si el hubiera estado aquí, con lo que le gustaba esto a Cesáreo?». Alguien dice que tres quintos no van a salir a bailar. ¿Qué ha pasado? Cosas. El aire es el de las grandes ocasiones. Mucha ceremonia, parece que va a pasar algo.

Se oye una voz: «Ya es hora». Y el eco repite la expresión varias veces: «Ya es hora». Saúl se pone la careta. El grupo humano se despereza, echa a correr. Son las nueve menos veinte de la mañana. Ya no hay vuelta atrás.

El Zangarrón protege las filas. Así ha sido siempre. Esa es, además, la primera interpretación de la fiesta. El chamán dirige una ceremonia de iniciación. Los jóvenes son protegidos de los ataques exteriores. Si hay que usar la violencia, se usa. Fiesta prehistórica, que bebe en la oscuridad de cuando el tiempo pasaba, aún no se escribía. El antropólogo Francisco Rodríguez Pascual, ya fallecido, lo explicó muy bien: las mascaradas de invierno, las fiestas hiemales de la península ibérica y de otros países europeos beben en los fastos dedicados a Jano, el dios romano de la diversidad.

Carreras y carreras, multiplicadas por cien. Así hasta consumir las calles, el camino de la purificación. La llegada a las Cuatro Calles, nombre que según algunos estudiosos aluden a las cuatro culturas, marca el primer descanso, mínimo. Baile del Niño y, ahora sí, un pequeño freno para almorzar.

Al mediodía se consuma la misa ofrecida a San Esteban, patrón de los mozos. La procesión con el santo, los danzantes y el Zangarrón -en la calle que en la iglesia nunca puede entrar por ir con la cara cubierta-, estira el ágora mayor. Aquí viene la segunda explicación de la manifestación popular, la del vecino que se viste con andrajos para asustar a quienes querían apedrear la imagen del santo por no haber parado la peste. El Zangarrón como personaje benéfico frente al mal, el que representa el Diablo.

La función se va desgranando. Llegan las venias con el pendón, nuevos bailes, recogida de aguinaldos (ahora en forma de billetes), la comida del mutis (guiño a la parafernalia militar de la ceremonia) y el baile. La tradición se ha cumplido. Hoy comienza a prepararse el Zangarrón del año próximo.