El teatro siempre ha sido un espejo -espejito mágico- donde la sociedad se ha mirado a veces complacida, a veces con fruncido ceño, pero siempre con interés renovado. En el espejo del estupendo Certamen de Teatro Ciudad de Benavente hemos visto reflejada una sociedad muy preocupada por el «tiempo», mejor dicho, por el paso del tiempo, especialmente por el carácter destructivo de su paso, por las arrugas que deja. Y hoy la arruga ya no es bella. Hoy el tiempo se siente pasar como decadencia y, al fin, muerte, no como fuente de renovación y futuro prometedor. Cartas amarillas (un reencuentro desengañado de viejos amigos al cabo de muchos años con motivo del funeral de uno de ellos), ya van 30 (...años cumplidos por el protagonista, en crisis precisamente por llegar a esa edad en que la vida se descoloca-locamente), la misma Celestina (testamento y burla del tiempo de los amores nobles y caballerescos, sustituido ya por otro tiempo de amores más prosaicos), Destinatario desconocido (un excelente y durísimo texto que nos muestra mediante sucesivas cartas cruzadas entre dos amigos cómo un pequeño lapso temporal, apenas 15 meses, en ciertas circunstancias puede destruir una viejísima y bien asentada amistad). «Atra bilis» (una obra depresiva sobre el tiempo final, escatológico en el sentido griego del término, que comienza y termina con una oración cuyos dos últimos versos rezan así: «Cuando menos te lo esperes,/ tu vida se acabará»), y muy singularmente el drama «El Tiempo y los Conway» del británico J. B. Prestley (una desoladora obra ambientada en la Inglaterra de entreguerras que expone con crudeza cómo al cabo de los años el implacable Cronos barre sin misericordia los ideales más altos y roe hasta el mismo hueso cualquier proyecto de futuro por muy sólido que parezca), todas ellas han sido expresión, cada una a su modo, del sentir de una época arrugada, la nuestra, que vive el tiempo como deslizándose sin esperanza alguna hacia un triste y desengañado final. Y tal vez por ello Intercazia las eligió, sépalo o no: porque conectan con la sensibilidad de un presente al que reflejan con multiplicidad de irisaciones. Es verdad que ha habido excepciones (muy pocas): la hilarante comedia de situación Pepa, Berta y los que se cuelan por la puerta o la comicidad extraordinaria, desbordada hasta la misma entrada del Teatro Reina Sofía, de «La Villana de Getafe». Excepciones que son muy lógicas, porque ¿quién es el valiente capaz de escuchar a toda hora el «memento mori»?

Hoy el pesimismo es tan profundo que «el paso del tiempo» se siente sólo como desengaño y acabóse. La actual hipersensibilidad al polen desintegrador del paso del tiempo sitúa a nuestra época en relación con otra también desbordada por el mismo padecimiento alérgico: el Barroco, que caviló hasta la extenuación sobre ello con una exuberancia artística inigualable. El arte barroco puede ser considerado como la forma en que un periodo histórico en aguda decadencia trató de «salvarse» del transcurso del tiempo «que ya no está regido por el ciclo anual con su recurrencia de siembra, cosecha y barbecho, sino por el curso inexorable de toda vida camino de la muerte»; y lo hizo mimetizándose con él: volutas, retorcimientos, arabescos, trazos artificiosos, el falso esplendor de los estofados (me recuerda Álex), la profusión ornamental, la fantasía sin freno en la que las formas tienden a desdibujarse multiplicándose, el feísmo inquietante... son material imitación de lo que aquel período histórico («notre semblable, notre frère») sintió como caprichoso, corrosivo y dionisíaco discurrir temporal; en fin, como un proceso incesante de descomposición. Ahora bien, para los hombres del Barroco el arte aún tenía un sentido trascendente: era su forma de salvación ligada estrechamente a la religiosa. Para nosotros, por el contrario, gentes del siglo XXI, el arte sólo es una simple charada (como en la citada obra de Prestley lo es la vida social de la elegante y victoriosa burguesía inglesa de entreguerras), un intrascendente y vano juego que practicamos por la sencilla razón de que no hay esperanza alguna de poder hacer algo más duradero o salvador frente al disolvente temporal. Tal como se ha ido reflejando en el azogue del XIV Certamen de Teatro Ciudad de Benavente, nuestra sociedad vive un tiempo profundamente desesperanzado. Así lo han dejado traslucir, si no todas, casi todas las obras representadas. Y será tarea nuestra encontrar/construir en el núcleo mismo de la desesperación y del desengaño la única, débil, casi irreconocible y mínima esperanza que hoy nos cabe. Estemos atentos... a los próximos certámenes. Gracias, como siempre, le sean dadas a Intercazia.

(*) Profesor de Filosofía en el IES León Felipe y director de la revista educativa «La Mandrágora»