Miles de zamoranos, decenas de miles de ramos de flores y algunas oraciones bajo un sol que ayer brindó una temperatura superior a los veinte grados. Ésa es la posible foto de cómo vivió el cementerio municipal de San Atilano el día de Todos los Santos, jornada clásica de recuerdo que se va amoldando a los tiempos. Si hace años podía ser tabú tomar alguna fotografía en la ciudad de los muertos, ahora cámaras y teléfonos móviles inmortalizan sepulturas sin mayores prejuicios.

Y a lo largo de la mañana, un paseo por la zona antigua y la más moderna permite observar ritos de esta festividad, apercibirse del colorido de algunas tumbas que contrastan con las ya olvidadas y escuchar el susurro del rezo que pone fin a la visita del camposanto. Casi como guardianes, numerosos miembros de una familia calé escoltan, sin prisa, el mausoleo de un allegado fallecido, coronado por una gran arcada de mármol blanco y repleto de centros de flores frescas. No tienen prisa, han venido a pasar un rato largo, que incluso precisa de sillas para acompañar a los suyos.

Es una de tantas familias, una de tantas historias vestidas de luto y gafas oscuras que esconden sentimientos. En la confluencia de las partes vieja y nueva, un vecino de mediana edad permanece inmóvil ante la sepultura de su madre, su esposa o su amigo. Enfrente, sólo hay granito y varios centros de flores, pero la escena hace pensar en las pequeñas cosas compartidas con la persona desaparecida.

A pocos metros, una familia al completo coloca las últimas flores sobre la lápida. La madre se dispone a pronunciar un padrenuestro que el resto acompaña con palabras casi inaudibles, mientras los más pequeños callan, a medio camino entre la incomprensión y el respeto por la escena. Mientras, un matrimonio de avanzada edad busca el cuartel en el que descansa un conocido, desaparecido recientemente. Y no van a ver su tumba, sino que se dicen «vamos a verle» a él, porque en el día de Todos los Santos, el mármol cobra vida y las sepulturas se reencarnan en personas durante unos instantes.

Ya en la zona destinada a nichos, pocas son las lápidas que no se acompañan de unos claveles, un ramo de crisantemos o un pequeño jarrón con algunas flores. Entre el granito y el cristal, estampas de La Soledad y alguna que otra foto del fallecido para recordar que lo hizo a una edad temprana, cuando aún no le correspondía. «Hace un sol de tormenta, no es nada bueno», comenta una señora, como si le pareciera un detalle de mal gusto disfrutar de la agradable mañana en el camposanto.

En medio, los mausoleos de las familias burguesas zamoranas, algunos de tamaño inmenso para hacer justicia al apellido. Otros, escaleras incluidas para descender a una cripta en la que no existen señales de visitas recientes. Ni flores, ni velas. Sólo oscuridad bajo la alargada sombra de los cipreses. La que se echa en falta en la zona nueva, donde los jóvenes árboles carecen aún de envergadura para custodiar a los muertos.