En junio de 2012 comenzó a brotar en las páginas de LA OPINIÓN-EL CORREO un relato increíble, inverosímil, una de esas historias que superponen la realidad frente a la más disparatada de las ficciones. El sueño truncado de un anticuario de Zamora en el Madrid de la guerra civil y el redescubrimiento de un claustro románico, ya en la actualidad, en la finca de un millonario alemán en Palamós alumbraban las páginas de un libro, “El último claustro”, que veía la luz cinco años más tarde.

Tras aquel hallazgo periodístico de todo punto inesperado, se hizo el vacío, un tremendo vacío. Porque después de vivir una emocionante aventura desde la Edad Media a la España de nuestros días, albergaba la confianza, la seguridad, de que nunca encontraría relatos siquiera similares a la hazaña de Ignacio Martínez. Jamás pude estar más equivocado. Otras historias tejidas en torno a nuestro patrimonio artístico –acaso tanto o más inverosímiles– se habían sucedido en los albores del siglo XX.

Pero, ¿estaban ocultas, dormidas? ¿Habían sido encriptadas? Todo lo contrario: sus protagonistas habían narrado por escrito sus peripecias personales y, cuando no, tremendos líos en torno a la compraventa de obras de arte incendiaban las páginas de los periódicos locales y nacionales… Y sin embargo, tenía la sensación de que sus detalles habían pasado inadvertidos para el gran público. Al menos, lo eran para la sociedad contemporánea. Ahora bien, ¿qué podía hacer yo para cambiar el signo del destino? Fue entonces cuando surgió el reto: bastaba con viajar al siglo XIX, seguir la pista de las últimas joyas románicas del país y aplicar el “método Palamós” para rastrear su paradero y el de sus protagonistas. Fue en enero, víspera de Reyes, mientras la gente paseaba despreocupadamente por las calles de Valencia (ajenos a la futura irrupción de un virus mortal), cuando germinó en mí la idea de escribir un nuevo libro que ahora acaba de llegar a las librerías: “El románico español” (Almuzara).

Sant Climent de Tahull, 1904.

En todo caso, no se dejen llevar por las apariencias. En más de una ocasión, yo mismo había errado en mis investigaciones por elegir el camino más evidente. Pese a su grandilocuente cubierta, “El románico español” no es una guía del primer arte internacional ni un manual de consulta. Más bien todo lo contrario. A lo largo de los últimos años, la investigación me ha llevado a toparme con decenas de trabajos sobre el románico. Algunos magníficamente editados. Otros, con un exquisito rigor histórico. La inmensa mayoría, desprovistos de toda emoción. ¿Y qué queda si al arte le restamos la emoción que produce en el ser humano? Largas listas de detalles arquitectónicos, profusas descripciones de aspectos pictóricos, el más profundo análisis de los vericuetos formales de un capitel. Pero, ¿para qué? ¿Hemos aprendido algo del más importante de nuestros legados? El objetivo era, pues, transmitir esa pasión al lector.

Viajemos mejor al pasado y hagamos una prueba, lean:

“Era una hermosa mañana de mayo cuando nos apeamos a sus umbrales: en cada hoja brillaban como perlas las gotas de reciente lluvia, cantaban los ruiseñores en la enramada, y un tibio rayo de sol desprendido de leves nubes hacía resaltar las monumentales formas del monasterio de Santa María la Real”.

¿Pueden viajar, como yo, al monasterio segoviano de Sacramenia sin apenas dificultad? Quizá pecaran de florituras y sacrificaran un tanto el rigor histórico, pero escritores románticos como José María Quadrado recogieron con mayor precisión la emoción de acercarse a nuestro pasado. La historiografía moderna pone a Quadrado y a sus contemporáneos en cuarentena, pero admite que sus obras son de obligada consulta. Y ese ha sido el gran reto. Seguir los pasos de los últimos románticos y los primeros historiadores (descubridores) modernos por el universo románico español más desconocido.

“El románico español”, cubierta.

Ahora que celebramos la primera circunnavegación del mundo por Magallanes y Elcano, me parece de igual justicia reclamar el mérito de aquellos “quijotes” que recorrieron los lugares más recónditos de nuestro país, en condiciones muy difíciles, por las montañas, en burro, sin carreteras… Y así es como descubrieron las obras maestras ocultas en el Valle de Bohí, el Pirineo aragonés o las llanuras perdidas de Castilla.

Solo así, siguiendo los pasos de Luis Domenech i Montaner en 1904, he podido averiguar con mis propios ojos cómo se escondía tras un retablo la obra maestra del románico catalán, el Cristo en majestad de Sant Climent de Tahull. Leopoldo Torres Balbás me condujo por los pasillos de Sacramenia en Segovia, cuando las estancias y el claustro del monasterio estaban ya tapiados, convertidos en establos. La codicia del marchante León Levi me ayudó a disfrutar de las pinturas murales de San Baudelio… y a horrorizarme después de arrancar los frescos de la ermita soriana. Y con la cámara del Nobel Ramón y Cajal observé la rotundidad de San Juan de la Peña en las primeras fotografías de hace un siglo, cuando aventureros españoles y de otros países ascendían un sendero de varios kilómetros desde Santa Cruz de la Serós, junto a Jaca, para dejarse impresionar por el Monasterio de la Roca.

En efecto, provistos de un arma de poder desconocido, la fotografía, los amantes y entusiastas del patrimonio se apuntaron un gran acierto —dieron a conocer al mundo el románico escondido en montañas y valles—, pero cometieron un terrible error involuntario. Sus publicaciones en los boletines de las excursiones científicas y en la prensa del momento se convirtieron en valiosísimos catálogos de arte. No repararon en el emergente interés por el arte medieval español que surgía desde Estados Unidos, cuando sus magnates cayeron enfermos en la «fiebre americana» y gastaron lo que tenían (e incluso lo que no) en comprar pinturas, esculturas y hasta monasterios completos.

Con un triste final en la mayoría de los casos. A mediados del siglo pasado, estudiantes universitarios de Arquitectura y Arte “robaban” las piedras de un monasterio cisterciense de Guadalajara —durmientes a la intemperie en un parque público de San Francisco— cuyos restos aún habrían de sufrir cinco incendios antes de quedar amputados para siempre. Por aquella misma época varias pinturas usurpadas a las paredes de San Baudelio regresaban a España, tras regalarle el Régimen franquista a Estados Unidos el ábside románico de una iglesia segoviana del siglo XII que se caía a pedazos.

“Lo difícil del arte románico no es descifrarlo, sino sentirlo como en la Edad Media”, decía el escritor y premio Planeta Javier Sierra, también en las páginas de este diario. “El románico español” es, también y por último, un intento de acercarse a la verdad de nuestros antepasados. ¿Qué sentido tenían las enigmáticas pinturas de la citada ermita de San Baudelio? ¿Qué sentían los habitantes del Valle de Bohí ante los ojos de Cristo todopoderoso? ¿En qué pensaban los monjes que recorrían los pasillos desnudos de San Juan de la Peña bajo una imponente roca natural? Estos interrogantes, las historias referidas aquí brevemente, son solo la punta del iceberg de una gran aventura, la mayor aventura del románico que he vivido hasta la fecha.