A Jonathan Pérez Fernández, nacido en Montamarta, un pueblo zamorano de menos de 600 habitantes, acaban de notificarle que es el número 1 de su promoción en la facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca "En mi casa no había libros de los clásicos griegos ni ensayos filosóficos", explica en el tuit con el que homenajea a su abuelo y a su padre, auténticas fuentes de sabiduría y de valores como el esfuerzo y el sacrificio, sus auténticos inspiradores. En apenas unas horas eran más de 6.000 los retuiteos. El mismo impacto causó la publicación en Facebook. Las redes sociales, que en estos días destilan tanta bilis, se rendían a la sinceridad de este muchacho pelirrojo, admirador del pensamiento de Bertrand Russell, el premio Nobel de Literatura y filósofo cuya trayectoria vital le ha calado hondo.

Quizá porque Russell, pese a proceder de un ambiente absolutamente distinto, se impuso a contracorriente. Como el propio Jonathan que, sin embargo, tiene los pies en la tierra. A su abuelo José y a su padre, José Antonio, dedica un triunfo personal que también es el de su propia saga: es el primer universitario de su familia, aunque el camino, dice, "no ha sido fácil". De pretender formar parte del victimario de la España vacía, Jonathan lo tendría fácil para narrar su propia épica: el chico aplicado que consigue triunfar con tesón y con talento, dejando atrás el atraso endémico del mundo rural. Si no fuera porque todos esos obstáculos los ha ido salvando con la naturalidad que le permitían sus habilidades y un optimismo nato. Podría decirse que, en lugar del chico de la España medio vacía, Jonathan es más certeramente el chico de la España medio llena.

Desde el primer día en que pisó el colegio de Montamarta mostró su curiosidad y los profesores pronto advirtieron que "apuntaba maneras". Poco importaba que en su casa no acumulara polvo la Larousse de turno. "Los niños necesitan atención en un ambiente en el que se sientan queridos. Eso lo he tenido con mi abuelo. Cada diez que sacaba, primero lo compartía con él. Lo hice también el día que me confirmaron que era el primero de la promoción. Y luego está el aliento de mi padre, siempre animándome, diciéndome que estudiar es algo bueno en sí mismo, transmitiéndome su espíritu de sacrificio. Con 18 años se marchó a Barcelona y trabajaba día y noche. A lo largo de todos estos años he conocido a grandes juristas, personas admirables, pero mi máxima admiración es para él". Tal vez en estas frases Jonathan Pérez haya condensado la razón de su éxito en las redes que ha despertado la atención de cadenas de televisión nacionales: todavía hay una mayoría silenciosa que sabe reconocer el verdadero asiento de una sociedad capaz de progresar.

Este montamartés irreductible, que está deseando que acabe el confinamiento para ir a pasear con sus perros por el campo zamorano, tiene las cosas claras. "Mi padre se esfuerza para que yo vaya a la Universidad. Un seis de media difícilmente me iba a servir de algo. Eso solo me hubiera conducido de vuelta al pueblo con las manos en los bolsillos. Eso ocurre. La Universidad ya no funciona como ascensor social. Antes, quienes salían del pueblo para cursar un grado o una carrera se aseguraban un buen trabajo. Ahora hay gente que considera arriesgado ir a la Universidad", las nuevas generaciones del campo temen la precariedad que padecen los de su edad en las grandes urbes.

Más que metas, el joven abogado siempre ha preferido seguir modelos, cita a otro filósofo, Javier Gomá, quien subraya la importancia de la ejemplaridad. Lo hizo así desde el principio, cuando puso los ojos en un paisano suyo, igualmente brillante, aunque exploró otras vías que poco o nada tienen que ver con ese perfil intelectual que se labró más tarde. "Me gustaba mucho el fútbol, jugué siete años seguidos, lo dejé a los 14". Lo que se cruzó por el camino fue la asignatura de latín en el último curso de la ESO. El mundo de los clásicos se abrió para él y ya no cerraría nunca más esa puerta al conocimiento que amplió en el Bachillerato cuando entró de lleno en la Filosofía. Su primera obsesión era aprender y no fallar a quienes confiaban en él: "Quería sacar buenas notas para que estuvieran orgullosos de mí". Más tarde, esas excelentes calificaciones se debieron más bien a su propia hambre de conocimiento. "Con las lecturas de Filosofía y, posteriormente de Derecho, empecé a preguntarme sobre la utilidad del saber".

Pero mucho antes de llegar a esa etapa, Jonathan se topaba con obstáculos que solo reconoce ahora, años después, cuando la conversación gira sobre la brecha existente entre los niños que nacen y estudian en un pueblo, quienes lo hacen en una ciudad pequeña y los de la gran ciudad. Una brecha que, asegura en un primer momento, se cierra a través de la digitalización y las nuevas tecnologías: "Internet ha facilitado el acceso a la cultura". ¿Pero, acaso ese acceso para todos es el mismo, lo fue para él? "Pues ahora que lo pienso, en la escuela no se le daba la importancia que merecían las nuevas tecnologías. Para aprender a navegar por Internet y manejarme con el ordenador tenía que ir a un "ciber" que abrió el Ayuntamiento en el pueblo. Hasta los 13 años no tuve acceso a Internet en mi casa, con un pincho; ahora tenemos un sistema un tanto mejorado, pero, no, fibra no. La hay en el pueblo, pero mi casa está en las afueras". Los escolares de Montamarta, como los del resto del país se supone que han pasado la fase de confinamiento con clases "online". En el ámbito rural las aulas virtuales se quedan, muchas veces, en eso, en suposición.

Para el aspirante a Abogado del Estado esta solo fue una piedra más en el camino, incapaz de detenerlo. Defiende el optimismo como la manera idónea de afrontar la vida, incluso ahora, en plena crisis por la pandemia del COVID-19, cuando ya hay quien ha bautizado a los de su quinta como "la generación perdida", "la que vivirá peor que sus padres", condenada irremediablemente a la precariedad. Él reflexiona sobre la existencia de datos objetivos: "Vivimos en el mejor de los mundos posibles, se había conseguido rebajar las tasas de pobreza extrema. Pero sí, hay cierta tendencia de dotar de mayor prestigio al pesimista, parece que el auténtico intelectual es el pesimista". No es su caso, su espíritu es Humanismo en estado puro. Reconoce, eso sí, que existe un barniz especialmente vacuo en la sociedad, pero le atribuye una influencia pasajera. "Un influencer no marca una vida, un maestro sí. El reconocimiento no equivale a tener dinero". O como dice otro de sus maestros admirados, Gregorio Luri: "Solo el conocimiento ofrece alternativas para el futuro".

Su primer pensamiento mientras estudiaba el bachillerato en el instituto Claudio Moyano de la capital zamorana era dedicarse al mundo de los clásicos cursando Filología Hispánica o clásica, lo que suponía irse a Madrid, algo fuera de su alcance, aunque tampoco motivo para rendirse. Fue un profesor de Historia el que le señaló el mundo del Derecho y el paso definitivo lo dio el día que asistió a una jornada de puertas abiertas en la Universidad de Salamanca. "Era una clase de Derecho Constitucional. Estaban hablando de Historia, de Filosofía, el Derecho Romano. Y sí, fue la mejor decisión que he tomado en mi vida". La experiencia del primer día en la Facultad aún le emociona: "Para mí era como pisar Harvard, el aula magna, 300 alumnos". Una impresión que, con los años, le hace concluir que en ese inicio se sentía vulnerable, aunque no lo relacione directamente con el hecho de ser de pueblo. "Sí, alguna vez escuchas, en general, algún comentario despectivo sobre paletos, pero está claro que hay también mucho paleto de ciudad". Su trayectoria le ha servido para despojarse de falsos complejos. Cuenta que un día, en su asignatura favorita, Derecho Romano, la profesora estaba preguntando al alumnado sobre lo explicado el día anterior: tres frases en latín que Jonathan sabía a la perfección. "Yo estaba sentado de la mitad de la clase hacia atrás y la profesora estaba cada vez más enfadada porque nadie levantaba la mano. Al final me decidí y ese día me sentí empoderado", se ríe.

Era más bien cuestión de timidez del primerizo porque domina la oratoria y el debate hasta haber ganado con su equipo el Trofeo Rector, quedar en primer lugar en la fase de Castilla y León y llegar a la final nacional en el Congreso de los Diputados. "El debate", piensa, "debería ser asignatura obligatoria. Tienes que estar preparado para defender dos posturas antagónicas sobre un mismo tema. Eso te obliga a investigar, a cargarte de argumentos, a ponerte en el lugar del otro". A ser crítico y reflexivo, las claves de la ciudadanía.

Vivió una beca Erasmus en Lovaina la nueva, francófona, "porque ya dominaba el inglés y quería hacer lo mismo con el francés. El examen de final de curso era difícil, sobre Derecho Internacional Privado, y en francés. El maestro me felicitó". Cualquiera concluiría que pasó en clausura su estancia en Lovaina. Pues no: tuvo tiempo de conocerla y disfrutarla. "Es que el año anterior, en tercero, estuve trabajando en uno de los despachos mejores de Barcelona, obtuve créditos y eso redujo bastante el trabajo luego en Lovaina". Da cuenta de sus méritos lo mismo que de las dificultades, como quien relata una aventura, sin atisbo de soberbia. Se identifica con la cita de Machado que dice: "Por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre". Y se acuerda siempre de sus compañeros de viaje, de su buen amigo Samuel Salsón, "que también es de Zamora, de Manganeses de la Polvorosa" y de Laura y Bárbara, con quienes ha formado equipo.

Con ese bagaje intelectual, esa capacidad reflexiva y de oratoria, además de su inmensa hambre de aprender, después de pisar el Parlamento, ¿le tienta la política? "No a corto plazo", dice.

Aunque la comunicación de la excelencia en el grado de Derecho la ha conocido oficialmente esta semana, se graduó el año pasado. Una auténtica fiesta en la que quien más disfrutó, sin duda, fue el abuelo José. Ahora dedica nueve horas diarias a estudiar la dura oposición de Abogado del Estado. Sigue otro modelo, esta vez el de Gabriel López, el que alcanzara ese título a la edad más temprana, los 24 años que tiene Jonathan, y al que conoció personalmente. Al final tuvo que irse a Madrid en busca de un preparador adecuado. Allí ha pasado el confinamiento. Cada mañana, cuando afronta nueve horas diarias de estudio piensa de nuevo en su padre, "que pasará esas mismas nueve horas subido al andamio". Y cuando sea abogado del Estado (solo hay veinte plazas y las oposiciones son el año que viene), este humanista que reivindica su pueblo, donde también aprendió valores en desuso como saber aburrirse, al tiempo que se declara europeísta convencido, solo piensa en que su padre pueda "bajar del tejado para trabajar las tierras, que es lo que le gusta". ¿Y él? Pues en otros tejados, cada vez más altos. Uno de sus profesores dijo en uno de los cientos de comentarios en las redes sociales: "Llegará donde quiera". Nadie se atreve a dudarlo, mucho menos su abuelo que repite incesantemente: "¿Pero hijo, tú adónde quieres llegar?".