Termina la Pasión de los silencios, más hermosa y más íntima que nunca. Solo ha sido nuestra. Nadie nos la ha desdibujado o manchado. No hemos tenido que mirar al cielo ni escuchar o ver los pronósticos del tiempo, ni estar pendientes de una mala nube amenazante. No ha hecho ni frío ni calor, pero, ¡cómo nos ha dejado el corazón! A esta nuestra Pasión de 2020 le hemos puesto oración y música cuando queríamos. Hemos visto nuestra procesión desde la acera de la imaginación y la hemos recreado tal como queríamos que fuese y no como es. Hemos hecho fondo donde la nostalgia lo pedía. O donde lo pedía el amor. Hemos ido a la procesión y nos hemos puesto en primera fila como cuando éramos niños. Porque cada uno de nosotros tiene sus recuerdos prendidos en una acera, una túnica, un momento, un paso, un sonido. En unos ojos, unas manos y unas palabras que nunca más se nos caerán de la memoria por muchas semanas santas que lleguen y pasen. Todos tenemos recuerdos, resplandecientes cuando llegan estos días, salgan o no las procesiones. Son momentos edificados sobre ellas pero imborrables aún cuando no salgan a la calle.

Desde hace muchos años, sólo vuelven esos recuerdos cuando regresan estos días, sea marzo o abril, qué más da, porque lo importante es poner rostros a esos sentimientos que un día la infancia nos cosió en el alma y fortalecen nuestro fervor por esta santa tradición. Entre silencios y oraciones, he regresado una vez más, como os decía, a la infancia. En ella me refugio muchas veces, ahora que los años inclinan el fiel de la balanza del tiempo hacia el otro lado de la vida. ¿No os pasa eso mismo a vosotros? ¿No regresáis a la niñez y os sentís más felices?

He vuelto a la cuesta del Piñedo. Es domingo de Ramos. Por ella, los sanfrontinos y los hermanos del Vía Crucis, con hábito de paisano, suben al Nazareno hasta san Andrés. Subo con ellos, de la mano de mi padre. Es el primer recuerdo que tras la palma conservo de esta Semana Santa. Este año lo he vuelto a ver subiendo la cuesta, feliz, con el orgullo con que un padre lleva a sus hijos hasta estas tradiciones guiadas por la fe.

Después de mi primera emoción, el Miércoles Santo, en el claustro de la Catedral, con la Bomba estremeciendo los espacios de la noche cercana, me he puesto de nuevo la túnica, mientras mamá me prende imperdibles por aquí y por acá, y la oigo decir un año más, os lo juro, "no pises la túnica, no pierdas los guantes. Cállate, sobre todo no hables para nada hasta san Esteban". Me lo decía a mí, que con siete años no me callaba ni debajo del agua. Pero callé. Me costó pero callé. Luego, lo he vuelto a hacer, este año en el silencio del Silencio, he hincado la rodilla y he gritado casi el "sí, juramos" con más vehemencia y entusiasmo que nunca. Mi primer juramento y mi primer caperuz. Mi sueño está cumplido mientras miro al Crucificado que desde mi estatura se me antoja enorme, sobrecogedor. Parece que se está desangrando allí mismo en el dintel del atrio. Años después os he contado ese impresionante cuadro en algunos pregones y artículos. Lo aprendí al verlo así entonces. Maravilla de momento y de imagen enlazadas para siempre en la memoria de los tiempos de la ciudad que mis padres me enseñaron a amar.

En San Juan, dos días después, he vuelto a entrar por la sacristía de San Juan hasta el interior y he pasado lista y todo. Muerto de sueño pero más despierto que nunca aunque parezca un contrasentido. Otra indefinible emoción. Allí dentro he vuelto a ver a José Aragón cómo guarda mis rebojos del desayuno tempranero debajo de la túnica del Jesús, sí, allí debajo, sin sacrilegio alguno y siempre por amor. Mis primeros desayunos de las Tres Cruces estaban bendecidos y custodiados, San Torcuato arriba, por el Jesús del Cinco de Copas. Allí, en San Juan, he vuelto a ver como Aragón abrazaba a su compadre Macario que se ajustaba el pañuelo, apoyado ya sobre el paso de la Virgen, bien cerca. Y he mirado a la Virgen lo guapa que estaba, como siempre, tras estar en las manos de mamá. Y me ha podido la emoción de nuevo, sin tener procesiones ni escuchar músicas. Solamente regresando a la memoria, se puede vivir una Semana Santa casi sobrenatural y yo he vuelto a vivirla.

Así, en esos tres momentos del domingo de Ramos, Miércoles y Viernes Santos, he vuelto a vivir mi Semana Santa, que nunca perderé porque está viva en la memoria y así será hasta que la cieguen los años. No hará falta que esté físicamente en esos tres lugares y días. No viviré traslados del Nazareno por la cuesta, ni juramentos de rodillas en las losas de la plaza o los bailes de la Cruz con Thalberg en la gloria de la vieja iglesia. Los vivo siempre nuevos, enternecedores, indisolubles siempre y más en estos días. Ahora mismo, disfruto de nuevo al describirlos. Hemos regresado a la bendita infancia.

Y con la Pasión de los silencios y de las añoranzas, la que de verdad uno vive siempre en el corazón, también termina la Pasión de los ausentes que, sin embargo, este año han estado a nuestro lado más que nunca. Termina la Pasión que nos ha permitido escuchar en silencio la palabra del Señor que cargaba con la cruz o se moría en ella. Y hemos podido ver y casi besar las lágrimas de su Madre cuando pasaba tan cerca de la imaginación como nunca pasó en la realidad.

Pero, ¡ay!, no termina la Pasión de los enfermos que siguen orillados en la cuneta de la vida cuando su pasión se escribe de nuevo con minúsculas. No ha terminado aún la Pasión de los ancianos, refugiados en el rincón último de sus vidas sin poder recibir la palabra de su familia o de sus amigos, anclados allí mismo a la muerte. No ha terminado la Pasión de los miles y miles de samaritanos que, por oficio y voluntad, por vocación llevada mucho más allá de su profesión, y con qué admirable tesón, han dedicado sus vidas a salvar, curar, proteger las de los demás y hoy están en plena batalla por rescatar del mal imprevisible y traidor, y además invisible, a cientos de miles de pacientes, a los que no conocen más allá de la fría estadística que les señala con un número. Para ellos no termina la Pasión. Su vía crucis aún será largo, indefinido, acongojado. Por ello, todos, ellos y nosotros, deberemos poner el corazón por encima de estos días de zozobra y de luto, en la confianza de la Resurrección, más allá de su celebración litúrgica y de una procesión suspendida, la Resurrección de la Vida, que nos trajo con su muerte un Buen Hombre, Jesús. Si lo creemos, tendremos mucho camino adelantado en el vía crucis que recorremos en estos días de tribulación.