La civilización actual, como sucedió con las anteriores, ha vuelto a ser vencida. Un insignificante bicho, el ya tristemente famoso coronavirus, ha puesto patas arriba esta civilización del ocio, de la técnica, de los avances supersónicos, de la era espacial, del gigantismo de la comunicación. El engreimiento del hombre ha sido una vez más derribado y humillado. Vuelve una pandemia inconcecible a darle la vuelta a nuestro mundo.

En una ciudad tan pequeña como Zamora, un revés de este alcance es una patada más a su maltrecha situación, delicada ya desde hace setenta años, cuando comenzó el lento pero inexorable flujo de la emigración a otros lugares más prósperos y con posibilidades reales de una vida mejor. Aquella situación se agravó poco después con el cierre y la marcha de estamentos económicos y sociales de relieve en una sociedad como la zamorana, lo que derivó fatalmente en la situación en que nos encontramos. Por si ello fuera poco peso para su hundimiento, Zamora ha sido castigada en esos años con la carga del sistemático abandono de los distintos gobiernos de uno y otro signo, nacionales o regionales que, llegada la democracia, nos han dado solamente las migajas que caían de las mesas de los ricos, con una indiferencia rayana en la insensibilidad. Éramos incapaces de unirnos por la única causa que merece la pena luchar hasta la extenuación, que el futuro de nuestros hijos y nietos esté asegurado sobre esta nuestra tierra. Miramos a un lado y otro y echamos la culpa a todos, pero, al margen del secular olvido de los poderes públicos, nosotros tenemos la culpa de que Zamora haya llegado a esta situación en barrena. Nuestro voto ha sido estrangulado por las distintas ideologías en todos estos años y no hemos reaccionado.

En Zamora, esta tragedia ha paralizado actividades laborales y económicas que, ojalá, vuelvan a arrancar de nuevo porque ya nos quedaban pocas, y ha dejado igualmente suspendida, que no aplazada, la Semana Santa, uno de los exiguos pulmones económicos que aún le quedan a la vida de la ciudad para poder respirar luego muchos meses. Una de las escasas bases en la que se sustenta nuestra economía. El palo es muy duro, irreversible en algunos casos.

Suspendida la Semana Santa, bien pronto comenzaron los lamentos de numerosos forofos que no ven más allá de un caperuz, una túnica o un banzo. Como si hoy día la Semana Santa se perdiese irremediablemente para siempre. Como si fuera un juguete que el virus les ha quitado de las manos y no es así. A ellos el impacto económico de su suspensión parece preocuparles muy poco. No caen en la cuenta de que, directa o indirectamente, sufrirán igualmente las consecuencias. La desazón ante su suspensión ya no es un inconveniente insalvable hoy día, lo es el gravísimo agujero causado en la economía local. Actualmente, todas las redes sociales habidas y por haber, están invadidas de procesiones, músicas, imágenes. El usuario, con solo apretar un botón, tiene la procesión, el momento, la música que desee ver o escuchar de cualquier manifestación religiosa del país o del mundo. Ya resulta cansino asomarte a esas redes un momento y ver cómo se te viene encima tanto "fervor" procesional. Para muchos, demasiado quizá ya, la Semana Santa es un pasatiempo, una explosión de identificación absoluta de zamoranismo, mal entendida, porque anda que no posee Zamora virtudes, fechas y acontecimientos para seguir sintiendo orgullo de su historia y de sus creencias y celebrarlas por todo lo alto. Un hecho contrastado: los actos de devoción más populares de la cuaresma zamorana arrojan un ínfimo saldo de asistencia de hermanos y de hermanas, (aquí sí es obligado el dichoso inclusismo).

Otros, sin embargo, saben conjugar la piedad y la tradición a lo largo de la cuaresma con su asistencia a actos religiosos. Siguen existiendo quienes participan en las procesiones con verdadera unción, sacrificio, piedad, movidos por su fe. La vivencia de los cultos de cuaresma y Semana Santa en el templo da sentido después a su prolongación en la calle.

Hace años escribí que la Semana Santa semejaba ser una máquina de tren, que se movía ineludiblemente sobre dos raíles porque sino descarrilaba, el raíl de la religiosidad y el raíl de la tradición popular. Ambos son imprescindibles pero deben ser paralelos. Si llegan a juntarse indebidamente, prevalece uno sobre el otro o falta uno de ellos, la máquina descarrila. El uno sin el otro hacen imposible el movimiento de la máquina. Si la religiosidad desaparece, la tradición costumbrista, con sus estampas, sonidos y nombres, se quedará solamente en un desfile más, sin alma ni sentimiento. Y al revés, si le quitas la tradición popular a esta manifestación de fe en las calles, creada hace siglos por la propia Iglesia como prolongación exterior de su liturgia, sólo quedarán, solemnemente naturales en fondo y forma, los cultos de esos días en los templos, sin necesidad de sacar cristos o vírgenes fuera de ellos.

Hace unas décadas, que recordamos aún algunos, falló el raíl de la religión, ejemplo claro en tantos sacerdotes que, removidas las aguas del último Concilio, pasaban de esta manifestación popular hasta que, reconocido su grave yerro, volvieron a valorarla como cuando nacieron siglos atrás de su propio cuerpo litúrgico. Ahora parece que es al revés, prevalece, sobre todo, el raíl de la costumbre, folklore, cultura o como quiera que se denomine a esta algazara indigna con que se adornan algunas cofradías, entre músicas inapropiadas y ovaciones inconsecuentes. ¿Se puede aplaudir la penitencia en una tierra que presume de austeridad y recogimiento? ¿Hoy día en Zamora se puede hacer del silencio un sello inherente de nuestra Semana Santa?

La última incongruencia ha partido de la propia Iglesia al sugerir que las procesiones podrían ser trasladadas al mes de septiembre, alrededor de la festividad de la Santa Cruz el día 14. La Semana Santa, sin el raíl de su celebración litúrgica, está coja, inservible, descarrila. Ya lo hemos visto no hace mucho en algunas procesiones sacadas de su día y contexto, que sólo han servido para disfrute de quienes gustan de jugar a mover pasos pero soslayan la primera razón de ser de una cofradía todos los demás días del año.

Pienso y deseo que la suspensión este año de las procesiones nos haga ver a todos que la Semana Santa, al margen de su crucial valor humano y económico, va más allá de pasos, flores, músicas y meriendas, por mucho que la vistamos con una capa de fraternidad, tantas veces aparente y vacía. Si no somos capaces de ver y de sentir la realidad de la Semana Santa simultáneamente en sus dos dimensiones, religiosa y tradicional, esa máquina del tren se descarrilará al faltarle uno de los dos raíles imprescindibles para su andadura por los tiempos.