No vi la última edición de Las Edades del Hombre, celebrada en Lerma (Burgos), y dedicada a los ángeles, pero tras haber consultado su catálogo me ha sorprendido no encontrar alusión a los niños de coro de las catedrales, tempranamente incorporados a la liturgia para emular su voz, a pesar de que no sabemos cómo cantan. Fue Dionisio, un teólogo bizantino de los siglos V-VI, quien estableció la jerarquía de los coros celestiales: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados,

arcángeles y ángeles. Distinguirlos ya es para nota. Los bachilleres de mi tiempo poco estudiamos sobre esta vigilante cohorte de seres situados entre la tierra y el cielo, más allá de que su número es incontable, que no tienen cuerpo - son espíritus puros - , que se les representa con alas y que dan gloria a Dios.

Muchos aún recordarán aquellas cándidas oraciones con las que nos metían en la cama, cuyas cuatro esquinitas guardaban, mientras dormíamos, otros tantos angelitos. Es difícil aventurar lo que queda de aquella creencia popular que nos asigna a cada cual un ángel de la guarda. Me gustaría pensar que todos lo tenemos, aunque aún no se haya ganado las alas, como aquel que salvó la vida a George Balley (James Stewart), el genial personaje de la película de Frank Capra “Que bello es vivir”. Por el contrario todavía quedan en el lenguaje coloquial expresiones varias sobre los ángeles. Así, angélico es sinónimo de dulce, de ahí lo de cabello o bocado de ángel, y “discutir sobre el sexo de los ángeles” equivale a hacerlo sobre cosas triviales, como al parecer hacían los magistrados y teólogos bizantinos cuando Constantinopla estaba a punto de caer en manos de los turcos otomanos. Resumir aquí lo que la literatura ha dado de sí sobre el particular no tiene sentido, pero repararé en algunos ejemplos no-tables. Rafael Alberti, en una atormentada etapa de su vida, escribió un poemario titulado “Sobre los ángeles”, muy alejado del tradicional rostro con el que arte los representa.Y Jorge Luis Borges nos dejó un luminoso ensayo sobre los ángeles, en su libro “El tamaño de mi esperanza”.

Yendo al propósito de este artículo, las voces de los niños han acompañado la liturgia en las catedrales desde la Edad Media. Los documentos los nombran de manera diversa: niños de co-ro, infantes, coloradillos, cantorcicos, clerizones, colegiales, si bien popularmente se les llamó “seises”. Covarrubias, en su “Tesoro de la Lengua Castellana o Española” (1611), dice a propósito de ellos lo siguiente: “Seises en la santa Iglesia de Toledo, seis infantes de coro escogidos, que cantan canto de órgano y contrapunto, y tienen casa distinta de los demás del colegio”. Una definición sencilla y acertada. Los colegios de seises fueron los primeros centros especializados en la formación musical en la España de los siglos XVI y XVII. Su misión era solemnizar el culto divino, asistiendo diariamente al coro, y a las muchas funciones y fiestas que celebraban las catedrales. Excepcionalmente participaban en paraliturgias. En algunas catedrales se ves-tían de ángeles por Pascua de Resurrección, y era común que fueran también los protagonistas de la fiesta del obispillo. No es necesario recordar que los de Sevilla, también danzaban y danzan ante el Sacramento. Uno puede hacerse una idea de su labor escuchando los oratorios de Haendel, Bach o Haydn.

En Zamora también los hubo. Fueron un capricho de un hombre refinado, culto y con dinero: D. Diego del Val, chantre de la Catedral de Zamora, que ofreció al Cabildo fundar un colegio para niños cantores y hospital, a cambio de que le fuera cedida la capilla del baptisterio, donde pensaba enterrarse y trasladar los huesos de sus padres y antepasados. En la nueva capilla, colocada bajo el patrocinio de San Pablo, fundaba cuatro memorias de misas y aniversarios para cantores tiples, tenores, contraltos y contraba-jos, capellanes de la catedral, con la obligación de decir cada año por su alma y la de sus padres un buen número de misas y aniversarios. El chantre moría el 6 de abril de 1647.

Del conjunto de fundaciones la del Colegio Seminario, que también habría de llevar el nombre del apóstol de los gentiles, fue a la que el chantre concedió mayor importancia, y a la que dedicó el grueso de sus rentas, parte de las cuales se consumieron en edificar su sede junto a la catedral. En el colegio también había un pequeño hospital de cuatro camas para cantores pobres y enfermos no contagiosos. Para formar parte de los seises zamoranos se exigía tener buenas costumbres y procedencia honrada, haber cumplido los diez años y no superar los veintidós También saber leer y escribir, algo de gramática (latín), y obviamente tener voces.Vestían reglamentariamente loba de paño morado, beca y bonete del mismo color. Aunque su ocupación principal era servir el coro, su formación musical, además del canto, incluía el aprendizaje de algunos instrumentos (trompas, oboes, flautas, violines) y en especial del órgano. La procedencia de los colegiales fue humilde y autóctona, siendo excepcional la de puntos más lejanos, a donde se acudía en busca de los codiciados capones, es decir, de castrados, obviamente por el timbre de su voz.

La vida colegial se regía por un disciplinado régimen. En primavera y verano la jornada comenzaba a la cinco y media de la mañana. Nada más levantarse los colegiales acudían a la capilla para rezar las preces, dedicando acto seguido una hora al estudio de la gramática, y tras éste, entre las siete y media y las ocho, desayunaban, se aseaban y vestían, y hacían su primera salida para asistir al coro (laudes). Terminado coro y misa, regresaban al Colegio, reanudándose las clases con la correspondiente de canto. Hacia las once comían, y a continuación disfrutaban de un tiempo de descanso, al que seguía una nueva lección de canto. De nuevo, sobre las dos, volvían a la catedral (completas), y a su regreso repasaban las lec-ciones de la mañana. A las siete de la tarde rezaban el rosario, con canto de la salve y responso por el fundador. Después, la campana llamaba para la cena, y concluida esta tenían un rato de recreo, que finalizaba a las diez, hora señalada para irse a la cama. El horario se retrasaba de San Miguel a Pascua Florida en una hora. Una vez al mes, y en las festividades mayores, los colegiales estaban obligados a confesar y comulgar. Siendo como eran niños y adolescentes, en las tardes de los jueves y festivos se les autorizaba jugar a la argolla, bolos, pelota, tabas, ajedrez y damas, prohibiéndoseles expresamente los dados, naipes, así co-mo pelearse y tener familiaridad con el pendenciero colectivo de los mozos de coro. En verano asimismo se les permitía bañarse de anochecido en el río. También concurrir corporativamente a los toros, comedias y otros regocijos.

Al frente del colegio había un administrador, cuyo nombramiento era facultad del Cabildo, recayendo las más de las veces en el maestro de capilla, que era también el encargado de la enseñanza musical. Para el resto de tareas del internado había un ama que atendía la cocina, a la que ayudaba una criada. Un sastre confeccio-naba y reparaba la ropa de los colegiales, un zapatero hacía lo propio con el calzado, y una la-vandera se ocupaba del aseo de la ropa de cama y vestido. El hospital, cuando había enfermos, era atendido por un médico y un barbero-cirujano, que también cortaba pelo y barbas a los colegiales.

Para el éxito de tan ambiciosa fundación D. Diego del Val no escatimó rentas, que producían lo suficiente para su mantenimiento. El Colegio Seminario San Pablo tuvo una fructífera vida durante los siglos XVII y XVIII, formándose en sus aulas músicos de renombre como Alonso de Cobaleda, Blas de Montesinos, Juan Martínez Gonzalo, Pablo García, Juan Montero y otros, singularmente durante la etapa en que Juan García de Salazar tuvo a su cargo la formación musical de los seises. La que fue sólida y benéfica institución desapareció a comienzos del siglo XIX. A la ruina de la formación musical siguió la material, vendiéndose en 1850 lo que aún permanecía en pie del edificio. La puertas del colegio, por las que todos los días, de dos en dos, salían y entraban los seises, los balcones y ventanas, por las que a buen seguro se asomaron, paradójicamente existen, ya que fueron reutilizadas en la construcción de la que fue casa del bo-ticario de Cabañales, y que hoy llevan el número 24 de la calle del mismo nombre. Tuvieron que pasar casi dos siglos para que Zamora dispusiese de un centro de formación musical especia-lizada. No todo en la Iglesia ha sido dogma y oscurantismo.