El término local de Morales de Valverde posee dos espacios agrícolas sumamente fértiles. El más extenso y productivo abarca una zona de la vega del río Castrón, fecundada por aguas trasvasadas desde el Tera. El otro se extiende por las riberas del arroyo Zamarilla, que aquí se funde con el curso mayor. Esta segunda área cuenta con un riego más precario, ya que los caudales precisos se extraen fundamentalmente de pozos. El resto de sectores son ásperos secanos poco rentables para la agricultura, por lo que se hallan incultos en su casi totalidad. En nuestros días aparecen invadidos por la maleza o sombreados por rústicas encinas. Hacia uno de ellos, hacia el oriental, vamos a dirigir nuestros pasos, en búsqueda de parajes recónditos y solitarios en los que la naturaleza se muestra con la relativa libertad que le conceden sus severos condicionantes medioambientales.

Salimos del casco urbano tomando como punto de referencia la iglesia local. Desde sus proximidades aprovechamos la antigua travesía en dirección hacia Villaveza para nuestra marcha. Como ese ramal empalma enseguida con la actual carretera, nos apartamos por unas roderas anejas. Corto es el tramo sereno y relajado, pues al fin tenemos que utilizar el arcén de esa vía principal inmediata. Al llegar al cercano e importante cruce nos desviarnos en dirección hacia Tábara. Lo hacemos durante unos pocos pasos más, para abandonar definitivamente las rutas asfaltadas adentrándonos por una pista agrícola que arranca hacia el oriente. En total, ese incómodo sector viene a medir unos escasos cuatrocientos metros y el tráfico no suele ser demasiado intenso. Tras superarlo, lo demás todo es sosiego.

Nos enfrentamos con una cuesta arriba, para llegar enseguida a una bifurcación en la que optamos por el ramal de la izquierda. Estamos ya en el dominio del monte, con encinas dispersas entre las que prosperan pujantes matas de jaras, escobas y cantuesos. Tras haber ganado altura las vistas panorámicas se engrandecen. Morales se nos muestra bucólicamente acomodado en una loma, recortado sobre un fondo de arboledas. Hacia el norte se divisa el vecino pueblo de San Pedro de Zamudia. Su emblemático teso de la Horca, bien evidente, aparece coronado desde hace escaso tiempo por una monumental escultura de la Virgen del Carmen. Entre medio, la vega del Castrón testimonia su fecundidad tanto en los diversos tonos verdes de sus fincas como en las frondosas choperas plantadas junto al cauce fluvial.

El camino sufre un quiebro y enfila hacia el sureste. Una de las parcelas muestra una repoblación con árboles que nos parecen serbales o fresnos, al lado de otra con pinos aún jóvenes. Bien cerca existió una antigua escombrera, ahora clausurada. Sabemos de su presencia por la perduración de un letrero que así lo señala. Un poco más adelante, en un nuevo empalme, volvemos a elegir el ramal de la izquierda. Iniciamos a continuación un descenso que nos lleva hasta la depresión recorrida por el arroyo de Valdieca. Este surco orográfico viene a constituir el núcleo del bosque que buscamos. Aprovechando los mejores terrenos se marcan ciertas fincas, pero sólo se siembran algunos años. El propio regato se mantiene completamente seco durante largos estiajes. Únicamente lleva aguas en momentos de lluvias intensas. Aún así permanecen humedades remanentes, las suficientes para dejar crecer algunos chopos. Nada más salvar tal cauce nos apartamos por unas roderas que se dirigen hacia el sur. Proseguimos junto a las lindes de una parcela despejada, para adentrarnos después en una franja sin sendas. Los árboles dominantes son las encinas; muchas de ellas matas jóvenes y punzantes. No obstante descuellan unas pocas ya vetustas, altas, potentes, de troncos gruesos y recios; ejemplares sin duda centenarios, verdaderamente admirables.

Topamos con una pista transversal, pero continuamos de frente por una apacible vereda hasta que ésta enlaza, al fin, con otra más transitada. Iniciamos ahora el retorno virando hacia occidente. Esquivamos así un sector en el que las fincas aradas ocupan grandes espacios. Cambiamos de senda varias veces. Subimos a lo alto de la loma para encontrar otro camino bien marcado. No obstante nos apartamos enseguida de él para tomar un bucólico carril que se tuerce al bajar nuevamente hacia la depresión del Zamarilla. A media distancia divisamos la localidad de La Pueblica, por detrás el cónico cerro del Altar Mayor y ya en una considerable lejanía las redondeadas cumbres de la Sierra de las Cavernas, pobladas de eólicos.

De nuevo en las tierras planas inferiores, atravesamos la carretera para aprovechar una buena pista que se dirige recta hasta alcanzar al mencionado e importante arroyo Zamarilla. Junto a él torcemos hacia el norte hasta encontrar un puente por el que salvarlo. Tal curso acuático va escoltado por hileras de chopos. Al asomarnos comprobamos que sus corrientes apenas se divisan, ocultas en gran medida por hierbajos y cañaverales. Tras ese citado paso nos encaminamos hacia las cuestas fronteras en las cuales se ubican las bodegas locales. Poseen éstas unas fachadas muy características, triangulares, con las puertas adinteladas. Aunque muchas se encuentran abandonadas, destacan las mantenidas con esmero. En varias han agregado casetas y pabellones de nueva hechura ante las entradas.

Atrás han quedado unos amplios invernaderos protegidos con cubiertas de plástico. Los huertos inmediatos poseen algunos frutales, entre los que destacan los cerezos. A uno de los lados se hace presente un palomar tradicional, un tanto decrépito en nuestros días. Está edificado con tapial, posee planta cuadrada y cuenta con tejado a una sola vertiente. Descuellan en él los motivos ornamentales, colocados como reclamos en las zonas altas. Con tejas recortadas elaboraron una especie de gratas cresterías, añadiendo también ciertas vasijas a modo de pináculos. Apena su estado de abandono, su ya iniciado proceso de ruina. Otro ejemplar del mismo tipo existe en las proximidades, derruido casi por completo.

Penetramos en una zona ocupada por diversas tenadas, para desde allí acceder al pueblo por uno de los extremos de la calle de la Fuente. Justo en ese tramo, en una amplia campa que antaño debió de ser utilizada para las eras, han acondicionado un campo de futbol, aprovechando los espacios periféricos para un parque biosaludable y otro infantil. Inmersos ya entre las casas, apreciamos que la mayor parte de ellas son de nueva construcción, amplias y de magnífico aspecto. Algunas cuentan con jardines por delante, entre los que atrae uno por su singularidad, pues exhibe una exótica palmera y un níspero, ambos bien pujantes.

Enseguida llegamos a la Plaza Mayor. Es un recinto de planta triangular, recoleto, no muy grande; engalanado con una especie de glorieta central dotada de sólidos bancos de piedra. Ese espacio libre forma un todo común con la encrucijada en la que se ubica el Ayuntamiento. Cerca, en uno de los laterales, se alza la que fuera vivienda del sacerdote local. Ese edificio, heredero de otro más antiguo, posee una insólita espadaña de la que cuelga una campana con la que se comenzaban a dar las señales sonoras para los cultos.

La iglesia, consagrada a la Asunción, se emplaza a oriente del casco urbano. Ocupa una especie de promontorio protegido por una recia pared, muy rehecha en nuestros días. Presenta así cierto carácter de fortaleza y atalaya, con dominio sobre las dos vegas contiguas. A sus orillas busca amparo el cementerio. El templo en sí posee una voluminosa cabecera cuadrada, con las esquinas protegidas por gruesos contrafuertes. A ella se agrega una nave más baja, con la espadaña cargando sobre el muro del hastial. Este campanario dispone de dos grandes ventanales y un modesto óculo aligerando el frontón semicircular del remate. Pequeñas bolas esquineras y un recio pináculo superior completan su figura. La entrada se abre en el costado del mediodía, protegida por un portal grato y acogedor. Está formada con un sencillo arco de medio punto, tramado con dovelas pétreas bien talladas. Por encima se habilitó una pequeña hornacina, en la que se entroniza una escultura de la Inmaculada cincelada con esmero. Para preservarla de la agresión de las palomas han colocado una disonante alambrera.

El interior resulta luminoso y agradable, con los muros minuciosamente enjalbegados. Enseguida las miradas se concentran sobre el presbiterio. Aparece techado con una cúpula ornada con trazos geométricos y singulares yeserías. Éstas se concentran en el vértice central, donde modelaron la cabeza de un gracioso angelillo junto a numerosas plumas. Alrededor, ocho triángulos reproducen estilizaciones vegetales. El retablo principal ocupa todo el frente. Es una pieza barroca provista de media docena de columnas salomónicas. En su nicho mayor muestra la imagen de la Virgen en el momento de su ascensión, portada sobre nubes por diversos ángeles. La acompañan, en el ático, San Miguel en su lucha contra Satanás y a los lados San José y San Blas. A este último bienaventurado se le honra con una concurrida fiesta el día tres de febrero, siendo una de las conmemoraciones más propias de la localidad. Los vecinos acuden masivamente a misa y al desfile procesional. En esos momentos, los mayordomos encargados de la cofradía portan unas varas o garrotas que llevan un medallón con la efigie del santo pintada en una de sus caras y las ánimas del Purgatorio en la otra.

Pese a lo señalado, la pieza artística más notable aquí custodiada es un curioso sagrario con forma de simbólico pelícano, hiriéndose el pecho para cebar con su sangre a los polluelos. Es obra del siglo XVIII y fue exhibida en la exposición de Las Edades del Hombre celebrada en Aranda de Duero en el año 2014. Finalmente, la pila bautismal es un interesante cuenco gótico, con su copa decorada con gallones helicoidales y una cenefa superior de arquillos.

De la historia local, se sabe que en el siglo XI el pueblo ya existía. Por esas fechas Maholia y Cafa donaron al cercano monasterio de San Pedro de Zamudia todas las heredades que aquí habían recibido de su madre Sarracina. Más tarde, en el año 1160, el monarca Fernando II otorgó a la iglesia de Astorga y a su obispo Fernando el Vétulo la hacienda que poseía en esta población. Esa entrega fue confirmada 28 años más tarde por Alfonso IX.