Prudentemente apartado de la carretera que enlaza Alcañices con Rabanales, el casco urbano de Matellanes se rodea de un cerco fecundo de sotos y prados. Tal entorno paisajístico resulta despejado y suave, muy ameno. Lo animan cerros modestos que no originan escabrosidades, pero generan y protegen enclaves recónditos sumamente hermosos.

En búsqueda de algunos de esos rincones, salimos al campo libre hacia el noreste, aprovechando la pista que empalma con la citada carretera. Pero no enlazamos con ella, pues la atravesamos por un paso inferior para desviamos a pocos metros en paralelo. Alcanzamos así las diversas tenadas ganaderas situadas sobre la loma inmediata. Después de superarlas, torcemos hacia el oriente adentrándonos en espacios de amplio dominio panorámico. Tras rebasar una cercana bifurcación en la que optamos por el ramal de la derecha, descendemos progresivamente entre fincas aún cultivadas y terrenos baldíos sobre los que prosperan arbustos y matorrales. Dejamos atrás un par de revueltas y, abajo del todo, penetramos en la hondonada drenada por el regato que baja desde el pueblo. Existen a sus orillas prados fecundos, siempre verdes, sombreados por esbeltas alamedas. Entre la variada masa forestal, aguas arriba, encontramos sauces llorones, totalmente extraños a la vegetación autóctona del entorno. Algunas paredes de las que separan las diversas parcelas poseen curiosos agujeros adintelados, realizados con esmero, que si en muchos casos se idearon para permitir la escorrentía en momentos de grandes lluvias, en otros su destino se nos escapa.

Pasamos el arroyo y nos introducimos tangencialmente en el extenso robledo por donde vamos a deambular largo tramo. Estamos ya en el valle recorrido por el río Mena, una depresión relativamente profunda y bravía, ocupada por sucesivas fincas, apenas aprovechadas en nuestros días. El cauce fluvial resulta muy modesto por aquí, no en vano lleva poco más de diez kilómetros de recorrido desde su nacimiento en el cercano pueblo de Tola. Aunque sufre largos estiajes veraniegos, las corrientes invernales suelen ser copiosas, límpidas y burbujeantes, originando estampas de intensa belleza. Junto a sus riberas prosperan hileras de alisos, muy esbeltas y pujantes. Después de superar una curva, sale hacia la izquierda un carril por el que se baja hasta el mismo flujo acuático. En épocas pasadas esa senda inicial proseguía para empalmar con la cañada que continúa por el otro lado. Su trazado es totalmente intransitable en nuestros días, tragado por los matorrales. Ante esa realidad, si las corrientes lo permiten, vadeamos el río para acercarnos a un molino tradicional ubicado en la margen izquierda unas decenas de metros más abajo. El llegar hasta sus muros resulta un tanto trabajoso, pues hemos de sortear zarzales y troncos caídos; pero compensa contemplar su figura antes de que la ruina termine su implacable labor destructora. A su vez, una densa maleza, intrincada y punzante, rellena el viejo caz, el fondo de la balsa y también la boca del cárcavo, obstaculizando el acercamiento. El edificio aún se conserva relativamente íntegro, con las paredes firmes, pero ya se aprecian boquetes en el tejado. La puerta está descerrajada y revuelto el interior, en el que se mantiene toda su vetusta maquinaria.

Han de ser ya bastantes años los que han pasado desde que se realizó aquí la última molienda. Ahora casi nadie deambula por estos rincones, ni molineros ni siquiera pastores. El desamparo y los destrozos provocan una intensa melancolía. Duele el evocar el gran esfuerzo que invirtieron las gentes del pasado para construir estas factorías, abandonadas casi hasta con desprecio en nuestros días. A la vez hemos de recordar los largos y penosos desplazamientos de los vecinos con el cereal cargado en carros o sobre los lomos de las bestias para acudir a moler, desafiando fríos y lluvias; impasibles ante las adversidades?

Otros molinos semejantes se ubicaron en las cercanías, se recuerdan más de una decena. Podríamos intentar llegar hasta sus restos, pero la molestia de enfrentarnos a una maraña hiriente, casi impenetrable, refrena nuestros impulsos. Por ello regresamos al camino principal por la trocha por la que llegamos. De nuevo en él nos adentrarnos, ahora sí decididamente, en el amplio bosque que cubre estos parajes. La soledad resulta muy intensa. No se escucha más ruido que el de nuestras pisadas y el susurro del viento al agitar la copa de los árboles. Tampoco las miradas pueden desplazarse libres hacia largas distancias. Por todos los lados se repiten estampas boscosas similares. Dominan los robles, pero no hallamos ejemplares que descuellen por su grosor o por su envergadura. Todos son retoños relativamente jóvenes, brotados cuando dejaron de pastar los rebaños por estos terrenos. Entre los troncos, en los claros suficientemente soleados, crecen sobre todo jaras. Sospechamos la presencia de animales salvajes, reconocemos sus huellas, pero se esconden sigilosos.

Nos alejamos progresivamente del río. Lo hacemos a través de espacios relativamente suaves que en los mapas son designados como Urrieta Chiquero. Al alcanzar una nueva hondonada la vereda vira hacia el oeste, para empalmar enseguida con otras roderas más transitadas. Esta nueva ruta es la que nos permitirá completar el recorrido. En ella hemos de evitar desviarnos por cualquiera de las bifurcaciones que vamos encontrando. Ya muy adelante salimos de la masa arbolada y divisamos el pueblo a lo lejos. Retornamos al vallejo del arroyo ya conocido antes, el cual retiene aquí sus caudales generando una laguna rodeada de juncos. En una compleja encrucijada optamos por la pista principal, la que contornea la cuesta por el sur y discurre junto a una cantera ahora abandonada. Por ella, a través de parajes gratos, con alguna huerta en las zonas fértiles inferiores, llegamos al paso inferior de la carretera que nos sirvió de punto de partida. En la ladera de frente, en una relativa cercanía, descubrimos un palomar tradicional, cuadrado, con altos pináculos como reclamos.

De nuevo entre las casas, dedicamos un tiempo a recorrer las diversas calles. Aunque existen viviendas de nueva construcción, algunas realmente suntuosas, domina la arquitectura tradicional, creada con paredes de rústica mampostería y techumbres mayormente de teja roja. Se aprecia una sobriedad y un comedimiento que testifican la dureza de los tiempos pretéritos. La fronda de tenaces parras dulcifica la hosca apariencia de ciertos edificios.

La iglesia se emplaza en una zona que hace las veces de plaza mayor. De su exterior destaca la espadaña, dotada de tres ventanales y con un remate superior en forma de ángulo penetrante. Como ornamento posee esbeltos pináculos. La portada se abre en la fachada del mediodía, dentro de un angosto portal. Se forma con un arco redondo tramado con grandes dovelas y con una cornisa envolvente a modo de marco. El interior posee una arquitectura sencilla, en la que sólidos arcos apoyados en recias pilastras sujetan cubiertas de madera. No existen retablos, los cuales fueron desmontados en la década de 1970. El altar mayor está presidido por la escultura de San Pedro, el titular de la parroquia. Otra talla de valor es la de la Virgen, posiblemente del siglo XVII. Muestra a la reina de los Cielos en pie, portando en brazos a su divino hijo. La pila bautismal es un gran cuenco de granito, decorado con una gran cruz central a la que acompañan rústicos gallones.

Ascendiendo calle arriba, casi en el extremo occidental del casco urbano se halla la ermita de Santa Catalina. Es un santuario nuevo, alzado sobre los solares que ocupó otro anterior, que fue derribado por su estado precario y su mezquina calidad. Ahora contemplamos un recinto rectangular creado con mampostería para el que se aprovecharon los materiales pétreos anteriores. La fachada, coronada por una sencilla espadañuela, mira hacia el oriente y en ella se abre la puerta. En el interior se da culto a la santa mártir de Alejandría, a la cual dispensan gran devoción las gentes del lugar. Su imagen se entroniza en un pequeño retablo neoclásico, donde ocupa el único nicho existente. Las andas procesionales en las que se pasea la venerada imagen en el día de su fiesta se ornamentan con cintas. Fragmentos de esas bandas eran repartidos antaño entre los que los solicitaban, sobre todo entre los soldados que iban a la guerra o enviados a destinos peligrosos. Los disponían a modo de escapularios, con la creencia de que sus vidas quedaban protegidas frente a riesgos y peligros.

Apartada unas decenas de metros, pero con fácil acceso, la fuente denominada de Cantaría, fue el manantial más frecuentado del pueblo. Aún en nuestros tiempos resulta útil, pues de sus proximidades se extraen las aguas para el abastecimiento doméstico. Tal venero se halla protegido por una sólida bóveda de cañón, creada con gruesas dovelas. Su parte mejor cincelada es la interior, mostrándose un tanto irregular por fuera. Sobre la clave de la entrada existe un agujero en el que se supone encajaba un pináculo o cruz que ahora no existe. Si llegamos hasta allí en los momentos en los que los rayos solares inciden oblicuamente respecto al arco de entrada, apreciaremos letras, cruces y otros dibujos diversos. Forman un conjunto de difícil interpretación, debido a su abigarramiento, el desgaste erosivo y la gruesa capa de líquenes que los recubre. Es posible que sean fruto de inscripciones realizadas en épocas diversas. Atendiendo a la forma general de la fuente y debido a su semejanza con la de Nuez de Aliste, tenida como romana, a ésta también se le han adjudicado orígenes muy lejanos. Estudios minuciosos han concluido que se creó en el año 1710. Los caudales que allí brotan se acumulan en pilones que fueron abrevaderos para los rebaños. Una dignificación moderna ha urbanizado el entorno, enlosando el sector circundante que antaño era un barrizal.

Otro sitio de interés es el cementerio. En su interior se yerguen dos vetustos cipreses que antes de los modernos ensanches quedaban a ambos lados de la puerta. Ese punto de acceso fue elegido como sepultura por un sacerdote que desarrolló una admirable labor en el pueblo. Tanta era su humildad que la quiso prolongar tras su muerte, pues todos los que acudieran al camposanto habrían de pisar sobre su tumba.