Un chano, en el dialecto sanabrés, es una llanura por la que corre el agua. Recordado ese concepto, podemos afirmar que el paraje donde se ubica el pueblo denominado Chanos, integrado en el municipio de Lubián, cumple a la perfección la realidad de ese significado. Su casco urbano se acomoda en una especie de planicie existente en una de las estribaciones de la Sierra Segundera. En ese lugar, ameno y soleado, se agrupan todas las casas y aún quedan espacios libres para huertos feraces y algunos prados. Pero esa explanada se localiza muy en alto, unos doscientos metros por encima de las cotas del fondo del valle. Por ello, para llegar hay que ascender por cuestas empinadas. Como compensación, una vez arriba las vistas panorámicas son magníficas. Abarcan un agreste cerco montañoso, en el que tienen intenso protagonismo las sierras de Gamoneda hacia el oriente y la de Marabón por el otro lado. Entre ambas queda el boquete por el que el río Tuela se escapa hacia el mediodía, hacia Portugal.

Un detalle es preciso remarcar. Pese a situarse en zona montañosa, en un emplazamiento agreste, la población cuenta con excelentes comunicaciones. A escasos cientos de metros de sus casas cruzan la carretera general de Benavente a Vigo, la autovía Rías Bajas, el ferrocarril de Zamora a Orense y están en construcción las futuras plataformas del tren de alta velocidad. Para las respectivas estructuras ha sido necesaria la creación de terraplenes, trincheras, grandes viaductos y largos túneles que han supuesto una agresión paisajística importante. Sin embargo, desde el propio núcleo nada de todo ello se aprecia, ni llega el ruido del tráfico.

Centrándonos en la localidad, ésta posee un singular encanto. Gran parte de sus viviendas han sido modernizadas, pero se ha conseguido mantener el carácter pintoresco del pasado. Los edificios se adosan unos a otros, como buscando en ese apiñamiento amparo y protección. El principal acceso se realiza a través de la calle Fontela. Justo antes de penetrar en ella, para compensar la angostura posterior, existe una funcional explanada de cemento en la que han marcado pistas deportivas. Adentrándonos ya, llegamos al manantial que designa a la vía. Ha sido restaurado con dignidad, dotándole de una nobleza de la que antes carecía. Pocos pasos hay que dar para llegar a la Plaza Mayor, la cual, pese a su nombre, resulta un tanto reducida. Allí encontramos otra copiosa fuente, bastante singular, dotada de tallas ornamentales. Entre los inmuebles inmediatos destaca la iglesia. Es un templo sobrio en sus formas externas. Sólo descuella su campanario, modesta espadaña de dos vanos y ático triangular. En los escasos espacios libres a su alrededor se ubicó antaño el cementerio local. Sus esquinas se realzaron plantando un tejo en cada una de ellas. De esos árboles uno se desplomó hace más de cincuenta años. Los que quedan cuentan con varios siglos de vida. Poseen troncos gruesos y retorcidos y han soportado podas expeditivas y numerosas mutilaciones. Aún así todavía mantienen el vigor suficiente para sostener una fronda oscura y densa.

Si tomamos ahora la calle Calella descendemos hacia el mediodía para salir a las huertas. Por este lado uno de los últimos edificios es un pequeño molino bien restaurado. Funcionó, quizás lo haga todavía, con los vertiginosos caudales de un caño que debe de atravesar entubado bajo el pueblo. Las aguas del socaz, después de dejar atrás el rodezno, sirven para el riego de los fértiles huertos inmediatos. Agrada sobremanera el contemplar estos espacios hortícolas, la mayoría cultivados con esmero. En ellos prosperan también diversos frutales, manzanos sobre todo. Bastante más apartados, junto al lecho mucho más caudaloso del río Tuela, quedan los vestigios de al menos otros dos molinos. Aunque en ruina progresiva, el situado en la Veiga do Muiño todavía mantiene firmes sus muros y parte de los tejados.

Tras retornar a la Plaza continuamos la travesía, adentrándonos ahora por la calle Lombeiro. Volvemos a toparnos con otras fuentes, la del Cachón y la propia de Lombeiro. Al final de esa rúa descubrimos una cruz de madera, para la cual aprovecharon como basa una rueda molinar. Ya en el extremo noreste del casco urbano, en la calle Alto del río Tuela existe una bifurcación de donde arrancan dos calzadas diferentes. De ellas, la de la derecha queda cortada por las obras del nuevo túnel del AVE algunos cientos de metros más adelante. Debido a esa circunstancia nos vemos obligados a tomar la otra ruta, la cual avanza por una zona llana en la que dejamos a un lado dos viejas tenadas. Un poco más allá accedemos a otro empalme, en el que, esta vez sí, elegimos la pista de la derecha, la cual se precipita enseguida en una fuerte cuesta. A esta vereda se le designa como camino de Abajo, en contraposición con el otro ramal que está trazado por parajes más en alto. El tramo inicial nos sirve de privilegiado mirador sobre las obras de los dos viaductos ferroviarios en construcción. Los pocos pilares concluidos ya sorprenden por su descollante osadía, fascinación que, cuando todo esté concluido, ha de ser mayor. A continuación la senda se introduce entre sotos y prados. Seguimos descendiendo, ceñidos por hileras de robles, castaños y abedules. El agua corre por todos los sitios. Baja de la ladera contigua o brota en las sucesivas fuentes. De esas, la de Las Lamas posee un caño pétreo que desagua en un tubo vertical. Otras son la de Alquitón y la Pingarela. Está última fluye por las grietas de un cuchillón rocoso, remansando sus aportes en una pileta cincelada en la misma piedra. A trechos la sombra es profunda y la humedad muy alta. Por ello prosperan hermosos helechos que abren sus frondas en forma de grácil penacho. En las primaveras florecen por aquí chupamieles, botones de oro, violetas, prímulas, ajetes azules, dientes de león, gamones? con una variedad y colorido cual si fuera todo un bucólico y romántico vergel.

Bien abajo ya, casi en el fondo del valle, rebasamos unas portillas metálicas que hemos de dejar en la misma posición en la que estaban. Al otro lado, los prados se dilatan y la orografía se dulcifica. Tras haber recorrido unos dos kilómetros desde el pueblo llegamos al arranque de una senda poco transitada que enfila directa hacia el río. Nos desviamos nosotros por ella, para atravesar el lecho fluvial por un funcional puente de hormigón. Ese paso nos facilita la contemplación las corrientes. Se deslizan bravías y presurosas, golpeándose contra las agrestes peñas que emergen desde la base y los costados. Las arboledas ribereñas se presentan tan espesas que aunque a partir de aquí remontamos el cauce, éste resulta difícil de observar. Esas roderas que seguimos se pierden momentáneamente en un amplio herbazal, por lo cual lo atravesamos esquivando las áreas encharcadas. Avanzamos después por los bordes rocosos del pago y monte de As Maseiras. Tras habernos apartado un tanto del río, volvemos a converger con su lecho. En una especie de breve hoz descubrimos un segundo puente, similar al anterior. Está formado por estribos construidos con piedras irregulares, sobre los que carga una plataforma de hormigón. Este paso posee un atractivo singular. Permite admirar con comodidad una sucesión de cascadas que impresionan por su agreste belleza. Los caudales acuáticos caen desbocados, se remansan un momento en pozas profundas y vuelven a precipitarse a continuación. El espectáculo alcanza toda su magnificencia en momentos de desnieves o lluvias copiosas, menguando y mucho con los estiajes. En su plenitud genera un estruendo que se amplifica con el eco por las montañas circundantes. Resulta ser una de las estampas de aguas bravas más hermosas de toda la provincia.

Desde aquí hacia arriba las sendas se diluyen progresivamente hasta desaparecer por completo. Los brezos, los tojos y las escobas, además de punzantes espinos, forman una maraña difícil de atravesar. Todavía quedan unos diez kilómetros para alcanzar el nacimiento del río, el cual tiene lugar en el paraje de Los Neveros de Valdecasares, a más de 1800 metros de altitud. El acceso a esas soledades es más cómodo desde Padornelo, por lo que dejamos su visita para otra ocasión. Resignados, atravesamos el puente e iniciamos el regreso por la margen derecha. Subimos un corto repecho para buscar la trocha principal trazada por ese lado. Pocos pasos más arriba cruza el caudaloso arroyo de Lamazal, el cual se despeña para entregarse en el propio Tuela. Ya iniciado el retorno, hemos de salvar otro lecho importante, el del Regueiro de Hedradas. Grandes tubos descolocados, además de piedras arrancadas, denotan el ímpetu de sus aluviones. En uso se mantiene un esbelto puente de un solo arco de hormigón, con inclinadas rampas de acceso. Tras él accedemos a una zona de pastizales, una áspera campa, en el medio de la cual encontramos una fuente bien construida, planificada con empeño ornamental. Se debe de llamar fuente de Cerragón o de las Veguiñas y está formada por un sólido murete, coronado por una bola berroqueña. A su vez, integra un sillar tallado con esmero, cuyo destino originario pudo ser el de una cornisa. El agua cae desde una especie de canalillo pétreo, encharcando los alrededores. Un trecho más adelante llegamos al empalme por donde antes pasamos. Desde él hasta el pueblo repetimos el trayecto ya conocido.

De nuevo entre las casas, preciso es evocar que dentro del término propio, en su cuenca meridional, se emplaza el importante santuario de La Tuiza. Se halla casi debajo de los enormes puentes de la autovía, generando un intenso contraste estético entre las imponentes estructuras de ingeniería y las formas barrocas tan fastuosas del templo. Sorprende la riqueza arquitectónica de ese recinto religioso, ya que está creado con perfecta sillería de granito y cuenta con un campanario coronado por una cúpula ornamentada con guirnaldas florales, una esbelta linterna y suntuosas balaustradas. En su interior se venera una imagen de la Virgen, titulada de las Nieves, a la cual le dedican varias romerías a lo largo del año, siendo la más concurrida la que tiene lugar el último domingo de septiembre. Los recursos que permitieron tanta suntuosidad provenían de la venta de las hoces que los segadores gallegos donaban al regresar a su tierra. Lo hacían como agradecimiento y ofrenda a la Reina de los Cielos por regresar sanos y salvos después de tantas fatigas y sudores padecidos. Duras habían sido las jornadas trabajando de sol a sol en la siega por los trigales de Castilla.