La gran sequía de este año 2017, con el consecuente estiaje fluvial, ha propiciado que emergieran de nuevo las ruinas de San Pedro de la Nave y de La Pueblica. En la década de 1930 estas localidades quedaron anegadas bajo las aguas del embalse de Ricobayo y desde entonces muy pocas veces se han vuelto a divisar. Bien es verdad que lo que ahora aparece al descubierto sólo es un pálido reflejo de lo que fue. Apenas vemos otra cosa que muñones de paredes, pues la modesta construcción de aquellos edificios, la reutilización de materiales y la acción erosiva de las aguas no han dejado más que cascotes y escombros irregulares. Pero en medio de la desolación aún se aprecia un hálito de vida humana tantas veces secular, el rastro de hombres y mujeres que aquí nacieron, amaron, sufrieron y al fin murieron.

Aprovechamos esta coyuntura para percibir con detalle como fue la orografía natural de la comarca, las características exactas del paraje sobre el que se ubicaron las dos poblaciones. Lo hacemos realizando un itinerario circular con salida y destino en el entrañable pueblo de Villanueva de los Corchos. En verdad no pisamos directamente los solares de los lugares desaparecidos, pues los divisaremos a cierta distancia. Pese a la escasez de aguas almacenadas todavía permanecen entre medio amplios lechos inundados, tendidos sobre el cauce originario del río Esla, llamado por aquí río Grande y los de sus afluentes Aliste y Malo.

Para iniciar el recorrido acudimos hasta la zona más baja del casco urbano del citado Villanueva. Buscamos ahí la vieja fuente de donde se abastecieron secularmente los vecinos. La encontramos ahora bastante transformada, cerrado del todo su depósito y provista de una bomba manual. Salimos de entre las casas por el camino que parte hacia el sureste. Tal pista cruza primero entre huertos y después a través de los espacios que fueron de las eras. Divisamos el camposanto local, pero lo dejamos a la izquierda. Conocimos hace algunas décadas este recinto de enterramientos y su estampa nos hizo evocar el hermosísimo poema de don Miguel Unamuno dedicado a los cementerios castellanos. En todos los detalles se asemejaba al que describió escritor tan insigne. Una ampliación moderna, necesaria sin duda, ha desdibujado aquella analogía, aunque sin diluirla del todo. Penetramos después en el pago de Cantos Blancos, cuyo nombre fue adjudicado con precisión, ya que a ambos lados de la ruta y en las parcelas circundantes asoman gruesos bloques de cuarzo lechoso que reverberan con el sol. Por aquí descubrimos un solitario alcornoque, superviviente, quizás, de los muchos que debieron de existir para que sus corchos dieran apellido al pueblo.

Arranca a mano derecha una senda casi perdida, muy concurrida antaño, pero que en nuestros días está prácticamente devorada por la maleza. Lleva hasta el antiguo fondeadero, el punto donde recalaba la barca que, desde la construcción del embalse, sirvió de enlace entre Villanueva y Villaflor. En medio quedaba, y queda, el valle sumergido del río Malo. Como la construcción de un puente era demasiado onerosa debido a la anchura del tramo y a su gran profundidad, la empresa concesionaria, primero Saltos del Duero e Iberduero después, costearon y mantuvieron la mencionada embarcación, una plataforma formada por gruesos maderos, con la que pasaban a gentes, animales y mercancías de un lado al otro. El servicio era gratuito, corriendo la compañía hidroeléctrica con todos los gastos. Al cargo estaba permanentemente un barquero el cual accionaba la balsa tirando de ella, enganchándose a un largo cable fuertemente atado a ambas orillas. Como el tránsito no era constante, el encargado contaba con una caseta en cada margen para guarecerse. Nosotros en verdad aquí vemos dos, una muy ruda que fue la primitiva y a su lado otra de ladrillo y cemento alzada más tarde. A su vez, a pocos pasos, vemos un soporte de hierro, del cual colgaba una campana, con la que los viajeros solicitaban el servicio si la barcaza estaba anclada en la otra orilla. Con la construcción, en 1996, de un puente de comunicación directa a un kilómetro hacia el oeste, el servicio dejó de prestarse. Por ello senda y casetas quedaron en un absoluto abandono.

Continuamos nosotros hacia el naciente, sorteando peñas y esquivando matorrales hasta alcanzar la vereda que antes dejamos. Es este sector el espacio que utilizan las gentes de Villanueva como playa veraniega. En estos momentos las aguas están muy abajo, reconociéndose bien una calzada antigua que se precipitaba hacia la vega, provista de gruesos muros de contención. La aprovechamos y descendemos hasta el fondo. Sorpresivamente, sobre un lastrón pizarroso descubrimos una extraña inscripción. Está realizada con esmero, tallada con un cincel o más probablemente, golpeando con algún canto puntiagudo. Se lee "D F, DIA D. T. L. SANTOS 1947", quizás se pueda interpretar como "¿difuntos?, día de todos los santos, año 1947". Desconocemos quien se entretuvo escribiendo ahí, pues en ese tiempo ya estaba construido el embalse. Hubo de aprovechar un periodo de estiaje semejante al actual, pues en épocas de llenado el risco queda muy por debajo de las cotas represadas.

Justo en frente, casi a un tiro de piedra, pero al otro lado de la cola del pantano, divisamos las ruinas de la Herrería de Villaflor. La aldea de quien toma nombre asoma por encima, con alguna casa colgada del despeñadero. Intriga la situación de ese ancestral taller, asentado en un angosto rellano bastantes metros más en alto que el curso fluvial. Además sorprenden sus considerables dimensiones. Las gentes señalan que era una fragua en la cual se forjaban llantas de carros. Pero por su nombre tal vez fuera alguna factoría de orígenes medievales, con hornos de fundición, pues se localizan diversas vetas de mineral de hierro en el entorno.

Centrando ahora las miradas en los bordes orientales de la masa acuática principal, a poco más de medio kilómetro de distancia distinguimos las venerables ruinas de San Pedro de la Nave. Fue una localidad diminuta, pero tuvo notable importancia histórica. Disponía de un escaso número de viviendas. Al parecer sólo eran alrededor de media docena, además de su iglesia. A pesar de esa insignificancia demográfica detentaba el título de villa y era el centro de una jurisdicción formada, además de por su propio burgo, por los de La Pueblica, Villanueva de los Corchos, Villaflor, Campillo, Valdeperdices y en algún tiempo también Almendra. Su templo ejercía de parroquial de los cinco lugares citados primeramente. Debido a ello, las gentes tenían que acudir allí a los cultos, celebrar bautizos, bodas y otros sacramentos e incluso debían sepultar a sus muertos. Para poder cruzar de un lado del río al otro existía otra barca, muy anterior a la ya señalada, la nave que dio apellido al núcleo.

Evocando la historia, esta población aparece citada en los documentos desde muy antiguo. En el año 907 el rey Alfonso III donó el lugar de Perdices al monasterio recién fundado en este enclave. Y es que el oratorio de tal cenobio se mantuvo casi íntegro hasta tiempos modernos. Fue y es un monumento visigodo de los siglos VII y VIII de gran significado artístico. Afortunadamente, cuando se cerró el embalse lo trasladaron piedra a piedra hasta el vecino Campillo y allí podemos contemplarlo. Una leyenda realza aún más la notabilidad del lugar. Describe las vicisitudes de San Julián y Santa Basilisa, los cuales hicieron penitencia trasladando peregrinos de una ribera a la otra hasta lograr la absolución de un grave pecado.

Desde el paraje donde estamos divisamos los muros semiabatidos que formaron el pueblo. Pese a la distancia, es un privilegio esta contemplación. Aún así, para un examen más preciso, para pisar el propio desolado, hay que acercarse desde Campillo.

Nos trasladamos ahora hacia el norte. Lo hacemos mejor por arriba, por zona seca, ya que por las orillas de las aguas topamos con ciertos acantilados difíciles de esquivar. Deambulamos campo a través, sorteando carrascos o matas carbonizadas, restos de una serie de incendios provocados el verano pasado. Llegamos así al barranco recorrido por el regato de Santiaguito y cruzamos por sus fondos desnudos. Bien cerca, pero en paraje todavía inundado, se emplazó la ermita de San José o de Santiaguito, cuyas piedras, nos dicen, fueron reaprovechadas para la construcción de la actual iglesia de Villanueva. Tras coronar el sierro contiguo, desde su cumbre divisamos los vestigios de La Pueblica. Se ubican sobre una especie de promontorio, constreñido entre los cursos primitivos del Esla y del Aliste. Allí la vega era bastante más ancha, lo que permitía contar con tierras amplias y fecundas. Tal ventura propició que el conjunto habitado fuera considerablemente más grande que el de San Pedro. Desde donde nosotros estamos apreciamos un enrevesado laberinto de paredes en las que ninguna sobresale de sus vecinas. Asoman, eso sí, diversos puntales pétreos, acaso de jambas, esquinas o soportes. El lecho hundido del Aliste nos impide acercarnos. Para poder acceder a pie hay que llegar desde Manzanal del Barco o desde Carbajales.

Tras el obligado desalojo, para asentar a las gentes que aquí residían, Saltos del Duero creó un pueblo nuevo en tierras del municipio sayagués de Pereruela, denominándolo a su vez La Pueblica. Adquirieron los espacios de una dehesa, la de San Pedro del Rocío de Campeán y construyeron casas nuevas un tanto mezquinas. De esa manera los vecinos que siempre habían vivido entre cursos fluviales importantes pasaron a establecerse en un secarral. Pero no todos se fueron allá. Varias familias prefirieron trasladarse a Villanueva, habilitando para ellas ciertas viviendas, distribuidas en un par de bloques conocidos como los Pabellones.

Iniciamos el regreso perturbados con sentimientos contradictorios. Las nubes volverán a traer lluvias generosas y lo más probable es que no podamos divisar en muchos años lo ahora contemplado. Seguimos el camino que enlazó directamente La Pueblica con Villanueva. En largos tramos hemos de abandonar el ancestral carril, cegado por la maleza. En las cuestas que se alzan por la derecha funcionó a comienzos del pasado siglo, en torno a 1920, la mina de wolframio de El Perero. Otra, la del Rebollar, existió en la cara norte del monte, en este caso de manganeso. Ambas testimonian la riqueza mineral de estos parajes.