Ha sido bautizada como la epidemia del siglo XXI, una dolencia silenciosa que borra gota a gota la memoria, los recuerdos y hasta a las personas. Una dura enfermedad que golpea a los enfermos y a sus familias donde más duele: en las emociones. Una de las afectadas en primera persona es Inma García, una zamorana que durante siete años ha padecido en sus propias carnes la enfermedad de su madre, recién fallecida.

La historia siempre tiene el mismo arranque: "Empezó a hacer cosas raras", cuentan todos. "Cosas raras" que se traducen en comidas cargadas de sal, olvidos de cumpleaños e incluso "invenciones tan reales que te hacen dudar". Pero si hay algo que a Inma se le quedó grabado es "esa mirada", explica García. "Te miran pero no te ven, siempre con los ojos perdidos en la nada", recuerda.

La caída de su madre, Francisca Macías, "fue muy rápida y mi padre soportó la situación como un jabato con mi ayuda, que soy su única hija". A pesar de Inma siempre ha trabajado como auxiliar de geriatría y conocía cómo evolucionaba la enfermedad, "cuando lo vives en casa todo es diferente, en esta ocasión, estábamos hablando de mi madre".

La zamorana recuerda a la perfección un episodio. Solo fue una frase, tres palabras como tres dardos. "De repente mi madre le preguntó a mi padre: "¿Quién es ésa", en referencia a mí... y el alma se me cayó a los pies". Así es la enfermedad. Cruel, hiriente, lacerante, no conoce la piedad. Unos olvidan el nombre de sus hijos, otros no saben si han comido o desayunado. Pero todos tienden a olvidar. A olvidar "y a inventar una realidad paralela que es imposible desmontarles", explica la zamorana. Tanto es así que "creo que los cuidadores de personas con Alzhéimer somos los mayores mentirosos del mundo porque les seguimos la corriente para que no sufran". Y da varios ejemplos: "Si mi madre algún día quería salir a toda costa pero no era el momento, insistía en que hacía muchísimo frío aunque hubiera 30 grados fuera". Inmaculada va más allá: "Yo he llegado a meterme en otra habitación para llamar a mi madre por teléfono y hacerme pasar por mi abuela porque ella quería hablar con ella. Todo era mentira pero se quedaba tranquila".

La ayuda del centro de día de la Asociación de Familiares y Amigos de Enfermos de Alzhéimer "fue vital para mí" porque allí encontró "una nueva familia que me arropaba, me ayudaba y, sobre todo, me comprendía como nadie". Tanto es así que, pese a la pérdida de su madre, "tanto mi padre como yo seguimos en contacto con AFA porque su labor es muy importante para quienes padecen la enfermedad".