Para Alfonso Bartolomé

¡Dejad de respirar y que os respire

la tierra, que os incendie en sus pulmones

maravillosos! (Claudio Rodríguez)

No tiene la romería del Cristico de Valderrey fecha fija en el calendario, habida cuenta que se celebra el domingo siguiente al de Pascua florida, es decir, al de Resurrección, de ahí la incertidumbre del tiempo, que las más de las veces suele ser más propio de marzo que de abril. Pero los que refundaron la cofradía, allá por 1864, tan solo pensaron que la fiesta sirviese para impeler la necesaria lluvia para los campos y que la cosecha fuese abundante. Que sepamos, en este apartado y solitario lugar, cuyo topónimo evoca su antiguo titular, ya en el siglo XIII se levantaba un pequeño templo, bajo la advocación de Santa Cruz, que más tarde mudó por la del crucificado gótico que hoy da nombre a la ermita y a la fiesta.

La primera romería de la capital, hoy multitudinaria, no hace tanto era cita casi familiar. Mediado el siglo pasado acudían allí un puñado de cofrades, sus familias y los vecinos del cercano barrio de San Lázaro, a cuya jurisdicción perteneció secularmente la ermita. Si la concurrencia de gentes entonces era escasa, corta lo era asimismo la fiesta, reducida a una misa solemne y procesión de bendición de los campos. Cuando yo era niño -ese que en la foto se agarra asustado al mástil del pendón- los romeros eran también pocos, como pocos eran los vehículos particulares que accedían por la carretera de Valorio, ya que para los cofrades se contrataba al efecto un autobús que salía de la Plaza Mayor. Por ser día de fiesta se acudía vestido a propósito, es decir, los hombres de traje y corbata, y las mujeres y niños asimismo endomingados, cuyas galas se las tenían que ver, nada más llegar a la pradera, con el barro y cagalitas. La ermita, aun siendo su fábrica la misma, era bien distinta, pues estaba enlucida y encalada por dentro y por fuera. Su interior era, al igual que hoy, obscuro, y la función religiosa se celebraba a la única luz de las velas de dos candelabros de latón que ardían en el altar. La decoración, más que austera era pobre. En su cabecera el retablo mayor, ya muy ajado, cobijaba entre cortinas la talla del bendito Cristo, siempre vestido con faldón y fajín, y adornado con unas pocas flores y tres sacras de metal. Tenía la ermita púlpito con escalera de acceso desde la sacristía, que era pequeña, con su armario y una alacena para los ornamentos. De sus paredes colgaban dos láminas con los sagrados corazones de Jesús y de María, un maltrecho lienzo con marco de madera negro de la Virgen de la Soledad, unos cuadritos también de pincel con escenas de la Pasión, una estampa enmarcada del Santo Cristo de Burgos y la cruz procesional. Del techo pendía una lámpara para vaso de aceite. Unos desvencijados bancos y un pequeño armonio en la tribuna constituían el resto del discreto mobiliario. La fiesta se anunciaba con el disparo de cohetes y dulzaina y en la pradera los pedidores, bucheta y vara en mano, recibían a los romeros. Oficiaba la misa el párroco de San Lázaro, a la sazón D. Daniel Jambrina, que era cantada por la capilla de la Catedral, formada entonces por D. Alberto Benéitez -capellán de las Dueñas- , D. Juan Manuel Hidalgo y D. Jerónimo Aguado, a los que la cofradía gratificaba invitándoles a comer. Al final de la misa se salía en procesión de rogativa, con la cruz y el pendón, a bendecir los campos, guiando la carrera alternativamente camino arriba, tras las vías, o camino abajo hasta el pequeño teso frente a la ermita, del otro lado de la carretera. Después, en el comedor anejo a la iglesia, los mayordomos del año ofrecían a cofrades y familiares un refresco a base de pastas de té y mistela, sirviéndose a continuación la comida de hermandad, a la que solían asistir las autoridades. Las familias y romeros se desperdigaban por la pradera alfombrada de manteles con tortillas, pimientos y chorizo. A la puerta de la ermita la señora Benedicta pregonaba a voz en grito su mercancía: ¡avellanaaas! ¡rosquillaaas!, ¡que se acaban!, que sacaba de un saco -sirviéndolas con un cuartillo de hojalata de aquellos de la leche- y una cesta tapada con un paño blanco. El campo mostraba su mejor cara, todavía los verdes trigos y cebadas no lucían las espigas, aunque había hierba rala en la pradera, y tomillo en las pedregosas laderas del valle. Los árboles, el moral y el negrillo cercanos a la ermita, apenas dejaban ver sus hojas, olía a flores y a estiércol y el murmullo del arroyo se mezclaba con los sonidos de la gaita y el tamboril y el sonar de las perras en las huchas.