Salió al escenario del Teatro Principal, recibió los primeros aplausos -siempre generosos, para eso saludó así: «estoy encantado de encontrarme en esta ciudad, y espero que no sea la última vez»- y cantó como él sabe: bien. Con esas historias que llegan a lo hondo de las generaciones que defendían la libertad que algunos ponían entre barrotes o bajo sospecha. Actuaba por primera vez en Zamora.

Había expectación por escuchar a Pablo Milanés, el cantautor cubano. El compositor e intérprete de Bayano, que gusta dirigirse al público y, sin embargo, rehúye las entrevistas. Llenó. Sus seguidores, que, predispuestos, abarrotaron el coliseo, disfrutaban con su música y con sus letras, con su son. Y con su especial interpretación.

El cubano (1943) sabe transmitir, comunicarse con el público. Milanés, que ha asimilado -y, después, transformado- tantos sones, escenifica el compromiso con unas gentes, con ¿una ideología?, con un estilo. Con cambios y evoluciones, pues la existencia y el mundo también se modifican con el paso de los días. «Yo soy un hacedor de canciones, y éste reúne las dos cosas: la poesía enriquece a la música y, también, lo contrario. O no reúne nada. Sólo aúna ambas cosas para crear una buena canción», confesaba cuando iba camino del escenario. «La libertad es la premisa más importante para cantar», añadía. Y, de inmediato, apostillaba: «la libertad de creación». Por si acaso.

El público -políticos que se suman a la "carrera" electoral, empresarios, profesores de literatura, arquitectos, pintores...- estaba "entregado". Y, en esos casos, el artista se halla cómodo. Hay una recíproca comunicación: escenario-patio de butacas. «Interpretaré un repertorio que reúne distintas etapas de mi obra», había anunciado. El espectador recordaba las canciones de su última etapa y, también, otras más antiguas, de "La vida no vale nada" -y han transcurrido treinta años-, "Comienzo y final de una verde mañana", "Proposiciones", "En blanco y negro"... Desde 1964, cuando inició su carrera en solitario, muchos textos reivindicando la dignidad del hombre y tantas músicas cálidas que serenan la existencia.

No había "probado" la voz, como suele ser costumbre. Tal vez no precisaba, después de tantos recitales y de tantas plazas, hacer tal cosa, que, a lo mejor, es un incordio. Quién sabe. Los músicos y los técnicos, sí. Para que el espectáculo alcanzase una cálida brillantez. Cierto que algunos de sus colaboradores no derrocharon buenos modales. «No quiero luces blancas», avisó uno, desde lo alto, a los técnicos. Y se retiró. Volvió pronto. Su gran preocupación era, entonces, el sonido. Más: otra vez las luces. «El cañón no puede faltar». Y algunos profesionales del Principal, ejercitando la santa paciencia, la tolerancia esa. El cantautor, en un brevísimo encuentro con los informadores, recordaba que «la tradición lírica es extraordinaria» en su tierra, en su isla. En esa relación, aparecía en primer lugar José Martí, «patriota y gran poeta del movimiento modernista». Nicolás Guillén, también... Y apareció en el escenario, con una amplia camisa de color naranja o así. A cantar, que es lo propio. Los primeros aplausos surgidos de la sinceridad y de la admiración, sí. Frío al inicio de su actuación. Después fue otra cosa. Y el público lo agradeció.

Pablo Milanés -¿por qué se olvida, ahora, a Silvio Rodríguez?- vuelve hoy al escenario del Teatro Principal, que cumple su cuarto centenario y que registrará, de nuevo, otro lleno. Porque el buen son, que no se preocupa de listas de éxitos y otras mercadotecnias, nunca muere para las gentes. Está ahí, vivo. Y mañana, en la memoria de muchos. El cantautor quiere volverse en unos días a Cuba, después de actuar en varias ciudades españolas, porque añora la isla y la vida tranquila, que mece el océano y vigilan los yanquis. Es otro ritmo. Una existencia más musical. Con más salsa. No lo dice Fidel, achacoso por los años -ésa siempre es una batalla que está perdida-, sino la ciudadanía que hace verdaderamente nación.