Defensor a ultranza de la vida en el entorno rural —que él mismo predica con el ejemplo, abandonando el bullicio de Madrid para instalarse en un pueblo de la provincia de Toledo—, el fotógrafo José Manuel Navia demuestra a través de su objetivo ese amor por la España interior en una exposición, “Alma Tierra”, aderezadas con textos de su amigo Julio Llamazares y bajo la producción de Acción Cultural Española, entidad con la que ya ha colaborado en anteriores ocasiones. La muestra fotográfica se podrá visitar en el Museo Etnográfico de Castilla y León hasta el próximo 22 de agosto.

–¿Cómo surge la oportunidad de poner en marcha este proyecto fotográfico?

–Está muy ligado a mi propio trabajo y mi propia vida como fotógrafo. En el libro sobre la exposición se puede ver mi imagen más antigua en color, de 1979. El 75% de las fotografías son de nueva producción, pero quise incorporar ese 25% restante de imágenes de archivo, porque me pareció interesante revisitar esos lugares con la mirada actual y también recordar cómo eran en el pasado.

–¿Le aportan las fotografías más antiguas un valor añadido a la muestra?

–Esas imágenes son de hace cuarenta años y la realidad campesina ahora es muy diferente. Además, el origen de esta muestra son mis propios intereses como fotógrafo, porque incluso cuando viajo fuera de España busco esas culturas muy pegadas a la tierra. Por ejemplo, si voy a Marruecos me gusta trabajar con campesinos, alfareros o mujeres tradicionales en su casa. Es el mundo en el que me muevo, así que en España, mi tierra, era fundamental ese planteamiento.

–¿Dónde arrancan los primeros pasos de este proyecto?

–Empecé a trabajar en las tierras altas de Soria, muy ligado a mi buen amigo, colega y compinche Julio Llamazares. Hablamos de la posibilidad de ir haciendo un trabajo que iba a ser de menores dimensiones, pero en medio de todo ello estalló el “boom” de la España Vacía, ligado al libro de Sergio del Molino. Le puso un buen titular, muy interesante, pero es bonito que la gente de esa España no lo aceptara y prefiriera el adjetivo de “vaciada”, cambiando el cargo de la prueba. Personalmente, me gusta hablar de la España interior, porque al final es un problema de esas zonas que siempre han sufrido por la despoblación, que además se ha agravado muchísimo por las propias características de la cultura contemporánea. Una vez que ese problema ya salta a la esfera pública, fue cuando vi la posibilidad de buscar financiación para hacer algo mucho más ambicioso con ese fondo y ahí apareció Acción Cultural Española, con los que ya había trabajado sobre la vida de Cervantes, con motivo de su centenario.

–Y empezaron los viajes por la península.

–Comencé a trabajar en distintos espacios que, junto a las imágenes de archivo, reúne a 25 comarcas. Castilla y León es la más representada, pero también está Castilla-La Mancha, Aragón y Extremadura, además de una pincelada de Asturias, Andalucía o Galicia. Pero el núcleo duro es el de la España interior.

Navia, en el centro, explicando una de las obras de su exposición. Emilio Fraile

–¿Le agrada que se haya puesto en el punto de mira a esa España interior, la misma que ha sido su inspiración durante décadas?

–Mi inspiración y mi hogar desde hace ya once años, cuando dejé Madrid para mudarme a un pueblo de Toledo. Que se hable de este problema es bueno, necesario y de justicia. Entiendo que la cultura campesina está destinada a desaparecer, como lo hizo el Imperio Romano. Y así tiene que ser, porque la vida cambia. Entendida como una forma de vida absolutamente asociativa, autónoma e independiente termina con la globalización, empieza ya a morir con la Revolución Industrial, cuando comienza a haber maquinaria en el campo y la agricultura se industrializa. Ahora tan solo quedan los últimos coletazos, pero de lo que muere se pueden adquirir grandes enseñanzas. Por ejemplo, la cultura griega murió, pero qué sería de la literatura sin los griegos. Sin embargo, lo urbano ha sentido siempre un desprecio por la cultura campesina, así que me parecía muy importante hacer un homenaje de los últimos coletazos de esa vida.

–¿Y contra la despoblación se puede luchar?

–Por supuesto. Se puede vivir en poblaciones más pequeñas y con mayor calidad de vida. De hecho, se puede vivir hoy en día en Zamora mucho mejor que en Madrid. Existe el mito de que si no vives en la ciudad te estás perdiendo algo, pero es que si vives en la ciudad te pierdes otras muchas cosas. De hecho, la tecnología puede ayudar a esto, facilitando la descentralización. Pero, curiosamente, cuanto más fácil sería, más nos apiñamos en los grandes núcleos urbanos. Pasa en todo el mundo, pero en España de una manera muy brutal.

–¿A qué puede ser debido?

–Creo que es por el complejo que tiene este país de nuevo rico, de que no queremos nada que huela a campo y a antiguo. Todo tiene que ser moderno. En otros países, como Alemania o Francia no preocupa tanto. Entiendo que haya gente que quiera vivir en la ciudad, pero no entiendo que nadie quiera vivir en pueblos. Será por esa sensación de estar perdiéndose algo, pero en la ciudad es donde estamos más solos. Ciudades como Zamora, Palencia o Soria, por ejemplo, disponen de todos los servicios, así que la cuestión es poder romper muchos tópicos. Nos podríamos ayudar de la emigración, que se convertiría en una posibilidad de llevar gente a los pueblos pero, eso sí, habiendo trabajo.

–¿Cómo se cruzó en el camino de un estudiante de Filosofía la fotografía?

–Por culpa de mi madre, a la que le encantaba la fotografía. Compró una cámara alemana a plazos para hacer fotos a su hijo único, el mimado, que era yo (risas). Fruto de esa suerte, me regaló un curso de fotografía por correspondencia y todo empezó como un juego, me atraían sobre todo los achiperres de laboratorio para el revelado. Lo que sí que fue un flechazo fue la filosofía, gracias a mis profesores Tomás Calvo y Miguel Marín. En mi casa, para poder seguir estudiando había que trabajar y me di cuenta de que podía ganar algo de dinero con la fotografía y empecé para poder pagarme los estudios. Creí que la fotografía se quedaría en una afición y me dedicaría al mundo de la palabra.

José Manuel Navia presenta su nueva exposición en el Museo Etnográfico de Zamora Emilio Fraile

–¿Y cuándo se torció ese camino marcado?

–Cuando descubrí la fotografía americana. Me di cuenta de que en España ser fotógrafo era un oficio, pero fuera era una actividad intelectual, tan importante como la literatura, la pintura o la música. Entonces pensé que si, por un lado, yo ya manejaba la técnica y, por otro lado, lo que más me interesaba dentro de la filosofía es lo que tenía que ver con el lenguaje, uniría ambas cosas. Por ello, mi trabajo está más vinculado al mundo de la comunicación, documentación, antropología y etnografía en general que al de las artes plásticas.

–¿Podría definir su estilo a través del objetivo?

–Sé que dicen que mi fotografía tiene un estilo muy marcado, pero juro que, sin falsa modestia, no me obsesiona. Tengo un interés por determinadas luces, por trabajar a determinada distancia, por los interiores... pero nunca me obsesiono por el estilo, porque creo que es algo que se va adquiriendo con el tiempo, tiene que ser fruto de la decantación, porque si tú adquieres uno muy marcado, como dice Albert Camus, hay que tener cuidado de no impostarlo y no buscar fórmulas. Si lo haces, al final estás imitando a alguien. Camus comparaba las fórmulas con el trueno, que impresiona, pero no ilumina. A mí nunca me ha preocupado mucho estar a la moda, pero he sido un obseso de la gran fotografía.

–¿En quién se fija entonces?

–Soy un estudioso y un lector de los grandes maestros, porque están ahí y son los que son. Y también maestras, ya que hay grandes fotógrafas y en mi santoral personal fotográfico hay muchas, con dos fundamentales: Diane Arbus y Lisette Model. Es como los escritores, que siempre recurren a los grandes, empezando por Cervantes, pues tenemos la suerte de tener excelentes ejemplos en nuestra lengua. Creo que hay que partir de la tradición, en el buen sentido de la palabra, pero luego cada uno, como contemporáneos que somos, no podemos trabajar en el pasado. Eso ya se irá filtrando a través nuestro y se va a “contemporaneizar”. Pero eso va a ocurrir de manera natural, no tengo ninguna obsesión. La única para mí es huir de las escuelas y de los estilos marcados. Cada uno tiene que encontrar su camino, es fundamental. Por eso la fotografía clásica para mí es una gran enseñanza, básicamente por el blanco y negro. Uno de mis retos era probar cómo funcionaría en color lo que a mí me gustaba ver en blanco y negro.

–¿Estaba más cómodo trabajando en color?

–Me pasé muy pronto al color y de manera radical, a comienzos de los ochenta, aunque mi formación era en blanco y negro. Pero precisamente por eso, si dejaba de hacerla así, tenía que espabilar con el color o cambiar de oficio (risas).

–¿Y qué le aportó el cambio?

–El color me liberó mucho, porque con el blanco y negro era muy fácil parecerse a los grandes maestros que conocía. Cuando comencé con el color yo no sabía nada de lo que se hacía fuera y lo bonito fue que, cuando lo fui descubriendo, me di cuenta de que muchos fotógrafos de distintos países que nos habíamos pasado al color habíamos buscado cosas parecidas, cómo dar forma en color a esa gran fotografía en blanco y negro que nos emocionaba. De hecho, en “Alma Tierra” me he permitido un guiño y he publicado una foto del año 83 en blanco y negro. Y tiene su sentido, porque representa a una alfarera precisamente de Zamora, concretamente de la localidad de Moveros de Aliste. Recientemente fotografié también a su hija, que sigue siendo alfarera, así que estaba justificada la comparación.

–Parece que la fotografía española gusta también fuera. ¿Qué opina del Premio Pulitzer a Emilio Morenatti?

–Me parece merecidísimo, es una persona a la que quiero y aprecio. A veces este es un país demasiado acomplejado y nos reconocen más fuera que dentro. Y me encanta además que cada vez los artistas plásticos utilicen la fotografía, hay sitio para todos, para eso se inventaron los gran angulares. El premio a Emilio es merecidísimo por su calidad fotográfica y humana. Me debo estar haciendo mayor, pero cada vez me importa más que mis colegas y amigos tengan esa calidad humana y si se junta con la profesional, como ocurre con Emilio, es ya perfecto.