Una bolsita azul cuelga de la mano del operario de una funeraria. A escasos minutos para las diez de la mañana, nadie acompaña las cenizas de la zamorana de 102 años, una víctima más de esta devastadora pandemia. La entrega de la urna se realiza tras pasar las grandes verjas verdes de San Atilano. El encargado del cementerio la recibe y, sin perder tiempo, se dirige a la tumba. Una mujer de mediana edad se aproxima con prisas. La anciana no tenía familia, “su hijo murió ya, me han pedido que me acercara”, pero no es allegada. Es un ejemplo de los muchos fallecidos por COVID sin despedida.

Los operarios del cementerio trasladan en una plataforma mecánica el féretro de una mujer centenaria fallecida por COVID, enterrada este sábado. | Emilio Fraile

Los trabajadores del camposanto vuelven a la faena: hay que abrir otro panteón. A las 12.30, otra centenaria muerta por COVID será inhumada. Bajo el tímido sol de esta gélida mañana de diciembre, una docena de familiares y amigos, que apenas puede espantar el viento frío que azota fuerte, espera la llegada del féretro. Encogidos por la tristeza, siguen el ataúd que rueda sobre una plataforma mecánica hasta el lugar donde darán el último adiós a la fallecida también en una residencia de la capital. Un responso y, en menos de diez minutos, todo ha terminado. La actividad en el cementerio municipal prosigue ajena a tanta desolación, dos entierros más esperan por la tarde: uno de ellos, de otra zamorana a la que el virus se ha llevado. Los enterramientos por COVID crecen desde septiembre, apunta la auxiliar del cementerio, Águeda García, pero el aumento ha sido “progresivo desde primeros de noviembre. Y, desde final de ese mes y principios de diciembre, ha habido días de cuatro”. Este viernes y el sábado fueron ocho.

Operarios de San Atilano llevan un féretro a enterrar Emilio Fraile

La funcionaria está convencida de que el virus está detrás la mayoría de entierros y, en menor medida, de los registrados en 2019, cuando en el parte de defunción se anotaba como causa “infección respiratoria” o “neumonías”. Desde enero, San Atilano ha celebrado 601 enterramientos, cien más que en todo el año pasado, que cerró con 505. “Hay días que de cinco entierros, cuatro son de muertos por el virus y la media de edad va disminuyendo”, agrega. Y eso que a muchos no se les da sepultura en la capital. Antes del virus, había un entierro y medio por día, pero tras el verano, hay entre tres y cinco. “Es una bestialidad porque el número de inhumaciones por año crecía en 15 o 20”, detalla la funcionaria. En 2018, fueron 464; y un año antes, 470.

El uso de los epi para manipular los ataúdes es ya historia, “los tenemos, pero las cajas llegan desinfectadas y selladas, solo usamos guantes y mascarilla, y la distancia de seguridad”, explica el encargado del camposanto, Eduardo Rodríguez Esteban. Dos dispensadores de gel hidroalcohólico a ambos lados de las puertas de entrada ayudan a cumplir la norma. Cerrada a cal y canto la capilla por precaución, los rezos se hacen en la explanada de la entrada. García destaca que “más del 90% de los ciudadanos quiere hacer el responso dentro, aunque no sean creyentes, en el último momento lo piden”.

“La gente ha perdido el miedo, se acerca más en los sepelios”

Los entierros de muertos por el virus se registran con una anotación de “alerta” para evitar contagios si se abre la tumba

Alerta, enterramiento por COVID-19. La anotación en la ficha de cada inhumación es obligada si el cadáver pertenece a una persona fallecida a consecuencia del virus, como ocurre si la causa es cualquier otra enfermedad infecciosa, detalla la auxiliar del departamento del cementerio de San Atilano, Águeda García. Esa información es esencial para prevenir contagios a los nueve operaciones del camposanto cuando sea preciso “hacer algún tipo de manipulación en la sepultura, cuando se exhume el cadáver o se saquen los restos, “si son de reciente enterramiento, hay que tener especial cuidado”. Aunque se cree que al cabo de unos años ya no existe el riesgo, el Ayuntamiento de Zamora mantiene ese protocolo activo.

La posibilidad de tener que manejar restos infectados es elevada, puesto que, al no existir nichos disponibles y hasta que se haga un bloque nuevo, los fallecidos que no tienen ni panteón ni nicho en propiedad son enterrados en una sepultura de tierra por un máximo de cinco años. Después hay que sacar los restos y en fallecimientos por el virus el riesgo está ahí.

No obstante, el miedo a contraer el virus por el contacto con los ciudadanos es mucho más patente entre los empleados del camposanto, “a mí lo que me da miedo es la gente, cuando entran en espacios cerrados, como en las oficinas”, explica el encargado, Eduardo Rodríguez Esteban. Subraya que “aquí no ha habido ningún contagio. En la calle, al aire libre se ha demostrado que no se manga el virus” y San Atilano es un espacio donde corre bien el aire.

Las funerarias siguen un protocolo de seguridad escrupuloso con los cadáveres de fallecidos por COVID que garantiza que no habrá riesgos para los trabajadores al recoger las cajas, “meten los cuerpos en un sudario especialmente preparado para que no haya contagios y hay desinfección de las cajas, que están selladas. Nosotros tenemos los epi, pero no hay problema porque las medidas de seguridad ya las toma la funeraria. Las urnas también van introducidas en unas fundas especiales”, señala Rodríguez Esteban.

Los ciudadanos también “han perdido el miedo. Desde que terminó el estado de alarma se acercan” al ataúd y las sepulturas durante el entierro. “Cuando aquello se cerraron las puertas del cementerio, solo se dejaba entrar a tres familiares y el sacerdote. Los curas de los barrios venían y daban el responso fuera, en la calle”, antes de traspasar los portones de madera. “Una vez que entraba el féretro, dejábamos pasar a tres familiares si querían. Ahora pueden acompañar el entierro 25 personas, con distancia de seguridad y mascarilla”.

La incineración ya se estaba generalizando antes de la llegada de la pandemia. Al principio de la irrupción del COVID, no les dejaban hacer un entierro normal y era mejor para ellos incinerar y después, si querían, hacer un entierro normal”, pero ahora es una práctica más habitual.

Eduardo Rodríguez cree que “es una comodidad, ni te tienes que preocupar de sepultura ni andas pendiente de nada. Coges un columbario, si quieres, o un nicho pequeño, lo depositas y es mucho más limpio, y mucho más barato a la larga”.

“VIVí LO MÁS DURO CON GENTE DE MADRID QUE NO SABÍA NADA DE SU FALLECIDO”

La oficina del Cementerio de San Atilano fue refugio en el confinamiento, y aún lo es en la nueva normalidad, para quienes han perdido a seres queridos en Zamora sin poder desplazarse por las restricciones del COVID. La funcionaria del Ayuntamiento de Zamora, Águeda García, confiesa que “la situación más dura la he vivido con familias de Madrid. Algunos no sabían de qué había muerto su familiar, en qué tanatorio estaba, ni cuándo le enterrarían. Un caso tardó tres semanas en llegar a Zamora”, el departamento pudo agilizar los trámites y llegó a buscar a curas par entierros. “Fue muy duro que murieran solos y sin despedirse”, y cree que esto “pasará una factura muy seria a la sociedad. Fue como cortarles el duelo. Está quedando un trauma, una angustia en la gente muy seria. Hay quien ha perdido a más de un familiar”.