Opinión

Una España vacía, no vaciada

Aunque ahora nos sorprenda, la España rural participó durante décadas en la articulación política de nuestro país

Despoblación en Zamora: la España Vacía o España Vaciada.

Despoblación en Zamora: la España Vacía o España Vaciada. / ANA BURRIEZA

Aunque ahora nos sorprenda, la España rural participó durante décadas en la articulación política de nuestro país. Podríamos irnos incluso más lejos: Jon Juaristi sostiene que la tensión entre el campo y la ciudad procede al menos de aquellos primeros castros fortificados del neolítico, pero nos quedaremos en el siglo XIX. Gran parte del campo español fue durante dos tercios de aquella centuria territorio carlista, -nuestra Vendée ocupó en realidad gran parte del territorio- frente a las ciudades liberales. Con la consolidación de nuestro sistema constitucional partir de 1876, la ruptura campo – ciudad articuló también nuestro sistema político, primero dentro de las dos grandes formaciones y, con posterioridad, durante los años veinte y treinta del siglo XX, a través de unos partidos agrarios que defendían los intereses de las clases medias del ámbito rural.

Es verdad que la gran transformación que sufrió España durante los años sesenta y setenta del pasado siglo XX pareció solucionar la dicotomía entre el campo y la ciudad, ya que el campo se vacío y la ciudad se desbordó. Dio la sensación de que el problema se resolvió solo, por la incomparecencia de uno de los contendientes, algo parecido a lo que pasó con la ruptura entre la Iglesia y el Estado, solucionado también a la brava por los aires secularizadores que trajo la emigración y acarreó la llegada del turismo masivo a España.

No hay, por tanto, nada novedoso en realidad en este intento del medio rural de volver a la agenda política, una agenda que abandonó hace décadas y donde volvió a instalarse, ahora con el sintagma de "España vacía", hará en torno a una década y gracias al libro homónimo del periodista aragonés Sergio del Molino. Esta España, sin voz por la ausencia de altavoces, siempre estuvo ahí, mirando de reojo a una España urbana que renegaba en muchos casos de su procedencia. Pero ahora que ha vuelto, es bueno que nos expresemos con rigor, porque las palabras importan y, parafraseando a Victor Klemperer, la precisión del lenguaje es esencial para defender la democracia y la libertad. Y, aunque cada uno puede usar el concepto que quiera, es bueno saber lo que significan, o lo que apuntan, las palabras.

Una España vacía, no vaciada

Una España vacía, no vaciada / Manuel Mostaza

Es por eso un disparate conceptual hablar de "la España vaciada", el participio aquí no es inocente y denota una intención: una mano negra (capitalista sin duda) que de manera consciente y organizada "vació" aquella España feliz e inocente, aquel locus amoenus tan explotado durante el Renacimiento, como sostiene el maestro Luis Esteban. Nada de esto sucedió, por supuesto; los grandes procesos de cambio social nos superan a todos y desde luego nadie tiene ni la información ni la capacidad de llevarlos a cabo, o ni siquiera de dirigirlos. Detrás de esta argumentación falaz, como en tantas otras ocasiones, está lo que Popper llamaba la "miseria del historicismo", esa morralla presente en Marx y que considera que la historia tiene un sentido y que, por supuesto, sólo algunos saben interpretar de manera correcta.

Por lo tanto, creo que es más honrado hablar de la "España vacía" (un sitio en el que hay menos gente de la que podría haber), o incluso de la "España olvidada", cuando nos referimos al medio rural; un medio que en realidad nunca estuvo lleno y del que se fue mucha gente durante décadas, porque no había capacidad de mantener a todos los que allí nacían una vez que la mortalidad infantil se contuvo, porque en algunos sitios hacía frío, mucho frío, o porque hacía calor, mucho calor; porque se pasaba hambre, porque el horizonte era estrecho y los hijos merecían algo mejor, o porque un primo se había ido y tenía agua corriente en su casa.

Y una reflexión personal, caro lector: no se deje devorar por la melancolía y átese al mástil cada vez que las sirenas canten; en realidad todos los paisajes que contemplamos, o los pueblos a los que volvemos, son en realidad ruinas de mundos que ya desaparecieron. "Soy el escriba de una ciudad que no existe", sostiene un hermoso verso del poeta palmesano José Carlos Llop. El tiempo es inexorable y todos somos ya, en consecuencia, parte del olvido que un día seremos, como nos advierte Borges es uno de sus mejores sonetos.

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