Lourenzá

Un anhelo de prosperidad y logro de cierta entidad entre lo urbano y lo burgués

Rafael García Lozano

Rafael García Lozano

"A vila de Vilanova de Lourenzá ten unha orixe monástica. Aló polo século X, un nobre de raizames leonesas emparentado cos monarcas, era dono da comarca, chamábase Osorio Gutiérrez, figuraba como señor de Terra de Campos e de Galicia e tiña o título de conde". Quinientos años después de esta fundación obrada por el Conde Santo, el todopoderoso monasterio de San Benito de Valladolid integró el cenobio bajo su influencia, promoviéndose en pleno barroco la construcción de un nuevo establecimiento monacal acorde a las necesidades y los gustos del siglo XVIII. Las manos de los grandísimos arquitectos Juan de Villanueva y Ventura Rodríguez trazaron respectivamente el claustro principal y el extraordinario retablo de la capilla mayor dedicado a la Transfiguración del Señor (siguiendo la misma temática que nuestra propia sede zamorense). Así, un aparentemente periférico monasterio benedictino adquirió el rango -seguramente aún no ponderado suficientemente- de extraordinaria arquitectura religiosa en el panorama español del barroco.

Lourenzá

Lourenzá / Rafael Ángel García-Lozano

Época precisamente en la que el afamado Casas Novoa intervino en la fachada de la iglesia monástica, según sostienen extraordinario ensayo para la fachada del Obradoiro de la catedral compostelana. Casi nada. Con el paso del tiempo el cenobio acabó acogiendo en derredor la instalación de pobladores al amparo de los monjes benedictinos y poco a poco fue surgiendo la actual Vila. No obstante, el mapa de 1848 de la localidad muestra que por entonces aún no se había fijado la traza urbana consolidada actual. El transcurrir de los años la convirtió de facto en capital del valle homónimo (con las parroquias de San Xurxo, San Tomé y San Adriano) y la dotó con el consiguiente Concello, haciéndola esa suerte de centro de entidad menor que comarcal, pero reclamo administrativo y comercial, aunque actualmente venido a menos. Aún se perciben los testimonios arquitectónicos de ciertos locales comerciales con empaque, quizá en las cartelerías hoy ajadas por lustros sin uso, quizá en la potencia y decoración ya caducos de algunos bajos comerciales.

Todo ello muestra de un anhelo de prosperidad y logro de cierta entidad entre lo urbano y lo burgués no conseguido del todo, pero instalado en el deseo de alcanzarlo. Resisten los pilares de hierro forjado en los interiores de algunos locales, las fachadas de regusto ecléctico tan a la moda del cambio de siglo, los nombres fuertemente sonoros de aquellos años de esplendor comercial. Restaurantes, tiendas de textil, negocios de muebles… hoy ya cerrados. Sin embargo, aguantan, sumidos en el paso de los días entre la evocación melancólica y el deseo de perduración, algunos comercios de dedicación agraria que miro con reverencia y altas dosis de gratitud, seguramente por la confluencia en ellos de no pocos factores. Su casi heroica resistencia en la actividad, el servicio prestado a sus vecinos, el ingenuo escaparate afortunadamente ajeno a las modas contemporáneas, y el soberbio porte de la casona donde se halla establecido, aún con el vigor de sus soportales, el escudo que ennoblece su fachada y ese portal siempre abierto mientras luce el sol y pavimentado en damero que tanto provoca mi sana curiosidad.

Pero los lugares son sus personas y también sus personajes, pues éstos nos ayudan a comprender con más certeza y hondura la realidad. Ya en época contemporánea tres notables creadores están fuertemente emparentados con la Vila. Sin haberla pisado nunca, la afamada poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (1892-1979), una de las más reconocidas plumas femeninas de América latina del siglo XX, añoraba y -quizá por ello- cantaba con ternura al lugar de nacencia de su padre, que como tantos otros emigró rumbo a Uruguay -y otros países hermanos- para construirse un futuro. Ibarbourou no se desentendió de sus raíces y siempre se reconoció a sí misma compatriota gallega, tanto en su propia autoconciencia como en no pocas de sus creaciones literarias.

Otra mujer, la pintora luguesa Julia Minguillón (1906-1965), habitó de niña las calles de Vilanova, donde su padre regentaba la farmacia de la localidad. Seguramente su condición acomodada hizo destacar la posición social de la familia en la localidad, y propició que la chiquilla pudiera dedicarse a la pintura en vez de emplearse en otras jeras propias de los cativos galegos de entonces. Las primeras luces, sus primeros paisajes, sus iniciales dibujos transcurrieron y se fraguaron en Vilanova de Lourenzá. Después le esperaron Burgos, Valladolid, Madrid, Lourenzá de nuevo durante la Guerra Civil, Lugo, Madrid… Hasta alcanzar la resonancia y la fama sobresalientes de quien fue una mujer plenamente dedicada a las artes.

Vilanova de Lourenzá y todo su valle, cuya identidad permanece fuertemente asentada aún hoy en sus orígenes -narrados en las palabras en gallego del propio Del Riego que encabezan estas líneas- es un faro de interior. Un faro del rural, de lo aparentemente modesto y pequeño pero que, mirado con objetividad y sin paisanas autocomplacencias

El último fue un varón, Francisco Fernández del Riego (1913-2010), también proveniente de familia acomodada, y casualmente vecino de Minguillón, que ha resultado ser el homenajeado en 2023 del Día das Letras Galegas. La curiosidad y la proximidad de la efeméride me llevó el año pasado a acercarme a la personalidad de este escritor, toda vez que el magisterio de Xosé Antón Miguélez primero, y singularmente de Manuel Román, uno de sus principales biógrafos y cronista oficial de la Vila, han sido decisivos y generosos en extremo este verano. Del Riego pasa por ser uno de los escritores y divulgadores más sobresalientes del galleguismo del siglo XX gracias a sus trabajos intelectuales y a su dedicación en empresas como el lanzamiento de la editorial Galaxia, el aliento y sostén de la Fundación Penzol, la creación precisamente del Día das Letras Galegas o la presidencia y puesta al día de la Real Academia Galega, entre otras no tan exuberantes pero tocadas con la eficacia de la discreción. Del Riego conoció y creyó en "todo o noso", desentrañó sus valores, ponderó su validez universal más allá de meras visiones localistas, y empeñó su vida en difundirlo. Como un apostolado.

Pero sobre todo se obstinó en quitar esa capa de complejo de inferioridad que cubría a los gallegos, lo gallego y especialmente al propio idioma, principalmente del rural. Empeñó su dedicación, su tiempo y su opción fundamental de vida (quizá lo más preciado que tenemos) en dar valor a todo lo propio entre los propios. Y sobre todo en advertir que mucho de lo que les/nos constituye es lo verdaderamente esencial a la identidad, sin complejos, fuera de toda sensación de que somos pocos, insignificantes, sin demasiado valor… Cuando lo propio es universalizable y no nos encierra en lo nuestro de forma exclusiva, entonces resulta ser global, potenciador, constructor y desarrollador de humanidad. Entonces sí merece la pena, y también cualquier esfuerzo. Creo que ofrece mucho de lo que aprender.

Vilanova de Lourenzá y todo su valle, cuya identidad permanece fuertemente asentada aún hoy en sus orígenes -narrados en las palabras en gallego del propio Del Riego que encabezan estas líneas- es un faro de interior. Un faro del rural, de lo aparentemente modesto y pequeño pero que, mirado con objetividad y sin paisanas autocomplacencias, atesora el valor de lo extraordinario en su monasterio y sus personajes. Y en el resto de sus valores. Aunque quizá siga residiendo en el sueño de los días sosegados y habitando en la constante alternancia entre el sol vivificador y el orballo generoso.

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