No hay nada comparable al ambiente de una tasca

Lo cierto es que la vida solo se vive una vez, y no se puede estar siempre imitando a los topos

Dibujo de un bar

Dibujo de un bar

Agustín Ferrero

Agustín Ferrero

La oscuridad que reinaba en la tasca no permitía distinguir la fisonomía de los clientes, como tampoco la falta de pulcritud del local. De manera que nadie podía asegurar si los vasos que se servían sobre el mostrador habían sido lavados antes de haberlos llenado de tintorro. Por eso, los más asiduos preferían pedir el vino en porrón, en aras a evitar posar los labios sobre un vidrio que podía conservar algún virus dejado como recuerdo por el cliente anterior.

Porque los virus andaban despendolados dejando un reguero de contagios de todas las formas y colores. Así que, durante un cierto tiempo, la gente había permanecido encerrada en casa, para algunos más de lo debido. El caso es que lo de vivir como un anacoreta había llegado a hartarles. Y en un momento determinado decidieron liarse la manta a la cabeza y actuar retomando las rutinas. Pero las cosas son como son y no como se desean. Y, como no puede durar mucho la alegría en casa del pobre, raro era el día en el que no les llegaba la noticia del contagio de algún amigo o allegado.

Allí habían tenido la oportunidad de conocer a un admirado escultor al que ellos llamaban Polifemo, no tanto por su estatura y complexión, sino porque tenía los ojos tan juntos que las cejas se le llegaban a juntar en el ceño

Por mucho que las autoridades hubieran lanzado las campanas al vuelo diciendo que “colorín colorado”, lo cierto es que el cuento aun “no se había acabado”. Podía comprobarse fácilmente, ya que la vida no había vuelto a ser como la de antes, cuando no importaba acercarse lo que hiciera falta a otras personas, incluso cuando tosían al lado sin observar ningún tipo de cuidado. No obstante, en los centros de reunión se iba dejando de hacer uso de las mascarillas, esos adminículos que hacían que los encuentros parecieran en “la tercera fase”, como en las películas de extraterrestres.

Lo cierto es que la vida solo se vive una vez, y no se puede estar siempre imitando a los topos; bien encerrado en la hura, bien corriendo por el campo como las liebres, o incluso planeando sobre los sembrados que rodean las lagunas de Villafáfila como hacen las avutardas.

Así que ese día estaban allí de nuevo, reunidos en la taberna con más solera de la ciudad, la que podía presumir de tener una mugre proporcional a su grado de antigüedad, que era mucha. Era la que más habían frecuentado durante años y la que, sorprendentemente, había resistido de manera estoica los envites del tiempo.

Allí habían tenido la oportunidad de conocer a un admirado escultor al que ellos llamaban Polifemo, no tanto por su estatura y complexión, sino porque tenía los ojos tan juntos que las cejas se le llegaban a juntar en el ceño, lo que hacía parecer que solo tuviese un ojo, justo en medio de la frente, como el Polifemo de “La Odisea”, aquel al que Kirk Douglas (Ulises) le dejó ciego clavándole un enorme punzón. Habían perdido su pista desde aquel día en el que se lió la manta a la cabeza y, ni corto ni perezoso, se largó a París con la esperanza de que allí alguien valorara su arte. Alguno del grupo había tratado de localizarlo indagando en internet, pero por su nombre de pila no aparecía por ninguna parte.

También se habían relacionado con Isócrates, que apuntaba buenas dotes para la política, ya que podía estar hablando un montón de minutos sin llegar a decir nada, y a adquirir compromisos que una vez que comprobaba que no llegaban a cumplirse le endiñaba la culpa al primero que pasaba por allí. Isócrates, en realidad, se llamaba Eufemiano, y llegó a ocupar escaño en la Cámara Alta o en la Baja, según se mire. Ahora residía en un país de Sudamérica, como siempre viviendo de la política. Ambos personajes podían ser dignos representantes de los miles de zamoranos que ahora viven en el exilio, unos empujados por sus sueños y otros, las más de las veces, por la necesidad de encontrar trabajo.

A propósito del manido tema de las próximas elecciones, cada uno dio su opinión al respecto. Hubo de todo, como en botica. Pero los hechos son los que son y lo cierto es que lo de Monte la Reina no se veía por ninguna parte, como tampoco el Museo Lobo, ni el de Semana Santa, ni se había solucionado lo del agujero de la Universidad Laboral, ni habilitado el edificio del Banco de España para la policía municipal, y la biorrefinería de Barcial del Barco tenía toda la pinta de haberse esfumado, ni etcétera, etcétera. Y es que, a diferencia de las cosas buenas de la vida, lo relacionado con el mundo de la política no había cambiado en absoluto tras la pandemia.

El más joven dijo que había que tener mucha jeta para ir por ahí pidiendo votos, ya que ningún partido había cumplido sus compromisos. El de más edad añadió lo de que “peor estábamos con Franco”. Alguien del grupo informó a sus colegas que se había hecho “abstencionario” que, a diferencia de los “abstencionistas”, que no votan porque todo les importa un carajo, ellos se abstienen, no porque pasen de todo, sino para mostrar su desacuerdo con el sistema.

Entre unas cosas y otras cayeron un par de porrones de tinto de Toro y una ensalada de escabeche con aceitunas negras.

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