Buena jera

Cuentos de Navidad

En estas fiestas mandan el consumismo, los regalos y las luces, pero no siempre fue así

DESFILE MASCARADAS IBERICAS. MASCARA IBERICA. MASCARADA

DESFILE MASCARADAS IBERICAS. MASCARA IBERICA. MASCARADA / EMILIO FRAILE

Luis Miguel de Dios

Luis Miguel de Dios

Hubo una época, perdida ya en las brumas del tiempo y de la memoria, en la que la Navidad no abundaba en cenas con cava y cordero, luces de todo tipo y color, guirnaldas y Papá Noel escalando solícito las paredes y entrando, pícaro y risueño, por los balcones. En mi pueblo ni siquiera existía Papa Noel. Alguien que un día fue a la capital nos contaba que vestía de rojo y tenía mucha barriga. Decía que en la tele salía en blanco y negro, sin color pero con la misma tripa. En el pueblo no había tele, así que no podíamos comparar. Los Reyes Magos sí venían. Para los niños era la única fiesta digna de llamarse fiesta, sobre todo cuando en la víspera, en la noche del 5 de enero, salían los mozos a esperarlos. Como el pueblo estaba a oscuras y llenos de barrizales, Melchor, Gaspar y Baltasar y sus pajes podían perderse. Por tanto, era necesario irlos a buscar y conducirlos hacia el lugar. Para ello, los mozos llevaban cencerros colgados de los hombros y de la cintura y se alumbraban con mitad de socollares viejos rellenos de paja y pez. Con los ojos como platos, los críos salíamos a la puerta para ver aquel tropel de mozos que se reían, gritaban y nos preguntaban qué le habíamos pedido a sus Majestades de Oriente. Apenas podíamos responder. La emoción nos atenazaba la garganta. Y más cuando alguno nos explicaba que “este año vienen por el Teso Miliciano” o” por la ermita” o por “la Cuesta los Frailes”. Y al día siguiente, a veces con una simple manzana de regalo en la mano, comprobábamos que era verdad.

También era verdad que la Virgen María bajaba todos los años en Nochebuena a casa de mi abuelo Fernando. Al poco de acabar la cena, se levantaba, iba a buscar un cuévano de garrobaza, unos palos y una cepa y, con una rutina deliciosa y perfecta, ponía lumbre en el viejo hogar bajo renegrido por humos y llamas. Una vez le pregunté la razón por la que hacía todo eso si ya nos íbamos a dormir.

-Dentro de poco va a nacer el Niño Jesús y la Virgen necesita que haya calor en las casa para calentarse y secar los pañales, me contestó. Al día siguiente, muy de amanecida, comprobaba que no me engañaba. En el respaldo de una silla de mimbre había un culero, unas braguitas y una camisetita de felpa. Todos secos y calientes. Al ver mi cara, mi abuelo sonreía feliz:

-¿Ves?, la Virgen vino anoche y dejó esto. Ahora volverá a buscarlo. No le gusta que la vean, vámonos a la cama.

En cuanto yo, satisfecho, dichoso, me dormía, mi abuela Luisa se levantaba y recogía las prendas. ¿O era la Virgen? Creo que aun hoy lo dudo.

Hubo una época en la que la Navidad no abundaba en cenas con cava y cordero, luces de todo tipo y color, guirnaldas y Papá Noel escalando solícito las paredes y entrando, pícaro y risueño, por los balcones

Horas después, cuando, entre reclinatorios, hachones y villancicos, íbamos a adorar al Niño, yo contaba el milagro. Pocos se extrañaban. En muchas casas había bajado la Virgen para secar los pañales y calentar a su Hijo. Y después de la misa, a jugar. El entretenimiento solía consistir en correr, entre barros, unos detrás de otros o darle patadas a algún balón viejo. Los nuevos llegaban, si es que llegaban, en Reyes. Y venían con una advertencia: “ojito como lo rompas o lo piques; hasta el año que viene no hay otro”.

Eran Navidades de escasez, carámbanos, chupiteles, poca ropa y mucha calle. En casa no faltaron algunas golosinas, pero era porque las mandaban mi tío Eduardo, hermano de mi abuela, y mi tío Arturo, hermano de mi madre, que tenían tienda de ultramarinos en Madrid. No era lo habitual en el pueblo. El turrón, las peladillas y los polvorones se las quedaba el Papá Noel que no existía. Tampoco añorábamos los juguetes, sencillos o más sofisticados. No había escaparates para saber cómo eran.

Un año pasó algo muy especial. Luis Mejía fue a una boda a los madriles y trajo un décimo de lotería de Doña Manolita. Contó la leyenda que rodeaba a la lotera y el personal se estremeció. Nunca se había visto algo semejante, tan bonito, tan colorido, tan pasaporte a la fortuna. Podían tocar tantos miles de pesetas, una cantidad difícil de calcular. Claro que si estaba en manos de Luis Mejía, era imposible que saliera premiado. A Tiburcio Pérez García lo llamaban Luis Mejía porque, ya desde chaval, perdía todas apuestas. Daba igual que jugara a las cartas, al dominó, a la calva o que se retara con otros a beber, comer, echar un pulso, coger cangrejos o segar. Siempre había alguien mejor. Pero ese año le tocó el Gordo. Ese año se acabó Luis Mejía y empezó una era en la que llovían los décimos y las participaciones para el día 22. Pero ya no volvió a tocar.

Y este año tampoco. El antaño Luis Mejía se llevó la suerte.

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