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APARCAMIENTO DE LA CIUDAD DEPORTIVA. CRIBADO MASIVO COVID19. CORONAVIRUS.EMILIO FRAILE

Deprisa

La nueva vida, y no digamos la normalidad, apesta a vieja y rancia

Creímos que después del encierro de la pandemia habíamos aprendido mucho, incluso algo al menos, sobre todo respecto al valor de las cosas sencillas, de esas que se hicieron tan presentes cuando las paredes de nuestras casas parecían encogerse hasta asfixiarnos y una charla, un abrazo, o una caricia se adueñaban de nuestros sueños en el encierro. Y nos juramos, tan exasperados como Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó, y hasta poniendo a Dios por testigo, no que no pasaríamos hambre, sino que nunca más, nunca, dejaríamos perder esos pequeños placeres que realmente eran los que nos daban fuerzas para que nuestro interior, tan enclaustrado por la pandemia como nuestro cuerpo, no saltará en mil pedazos de agonía y miseria. Y sentimos, o al menos lo creímos, que, pese a todo, vivir era otra cosa a como habíamos vivido y que en cuanto se levantase la más que cuarentena ahora sí que viviríamos nuestra vida como realmente queríamos. Y por si aún quedaba algún rastro de no haberlo entendido, o de falta de voluntad para esa nueva vida, nueva normalidad se puso de moda llamarla, Filomena nos dio otra oportunidad para afinar los flecos de nuestro cambio radical.

La nueva vida, y no digamos la normalidad, apesta a vieja y rancia, tanto como que hasta hay una guerra en Europa

Pero Filomena, como no podía ser de otro modo, se derritió y el virus amainó, que nunca llueve como truena, aunque miles de personas ya no lo pudieron vivir, porque su vida se les fue como a los grandes toreros, a chorros y por la femoral. Y casi sin darnos cuenta, a pesar de los meses de ansias desbocadas, ahí teníamos la nueva vida, y tan nuestra y para nosotros, ufanos de todo lo que habíamos aprendido enredados en reflexiones y tanto mensaje de autoayuda leído en las redes sociales que, en síntesis, nos animaban, porque parecía ser que todo estaba en nuestro interior y nuestro interior estaba exultante con lo aprendido.

Sin embargo, la nueva vida, y no digamos la normalidad, apesta a vieja y rancia, tanto como que hasta hay una guerra en Europa. Y los políticos volvieron a lo suyo, nunca mejor dicho, y la crisis económica a más y más de lo suyo y el tiempo, para no desentonar, también, aunque al menos este tiene la disculpa de hacer lo que tiene que hacer. Y resulta que, de un plumazo, todas nuestras reflexiones pandémicas se fueron al carajo. Volvimos a correr cual alma que persigue el diablo hacia y en nuestros trabajos, incluso a correr a ninguna parte, hasta el punto de que el teclado de nuestro ordenador, el qwerty llamado por algunos, nos parece cada vez más lento para nuestros dedos; y volvimos a wasapear mientras teníamos a alguien cara a cara, a encanallarnos por un quítame allá esas pajas, como los piratas de Serrat, a pensar que mañana ya será mejor como si fuera un mago y a dejarnos arrastrar por la corriente de miseria de los informativos y hasta de las conversaciones de los agoreros del todo puede ser peor. Volvimos a ese nunca peor y mejor lo que Dios quiera, que decía mi padre, que era algo así como a joderse con lo que toca y que no nos toque peor, a lo que mi madre añadía un vamos con hoy, como si el futuro no solo fuese impredecible, sino de mal agüero planear nada sobre él. Así se entiende que se comprendiesen durante más de setenta años, claro.

Pero en mí la mezcla genética falló y mucho. Me hartaron sus dos frases de dolor y gloria, como me harta el hastío y allá cada cual con lo suyo que yo voy con lo mío, como antes y después de la pandemia, Filomena, el Cumbre Vieja, la guerra de Ucrania, la crisis y la puta que los parió a todos y a lo que tenga aún por parir. Por eso sigo pensando que una caricia que te interrumpe mientras hablas todo enfundado en tu discurso vano, una sonrisa que te arrastra a la infinitud del brillo de sus dientes, unos labios que te convocan a probar su sabor más allá de ellos mismos, una mano que busca las tuyas ante la desolación o el desencanto, una mirada que indaga en tus ojos la verdad de tus palabras por encima de tus palabras, un amante que se hace más compañero de viaje cuanto más amante es, como si toda la pasión cupiera en sus manos enlazadas, merece, si lo tienes, todo tu tiempo vivido para cuidarlo, y si no lo tienes, todo tu tiempo para buscarlo. Porque lo demás, todo lo demás, es colateral, como las bombas que caen en mal sitio; solo tiempo que corre ligero, pero no vida, y mucho menos mi vida.

Allá cada cual, que, a fin de cuentas, cada palo habrá de aguantar su vela si llega el naufragio y la Parca le encuentra dibujando lo que será mañana, porque a mí siempre me hallará con los dedos impregnados, como los niños en la escuela cuando colorean, delineando el placer de vivir cada instante de un día cualquiera, esbozando una mueca burlona, si pintó mal, o una sonrisa cuando el viento vino favorable.

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