Esta “España de charanga y pandereta”, que celebra con elocuencia el centenario berlanguiano, nos ha dejado en la memoria un espectáculo curioso en el Congreso: el que vivimos con respecto a las votaciones de la “re-reforma” laboral.

Estaba yo el jueves por la tarde viendo la tele y asistí a un espectáculo tan surrealista que llegué a pensar que veía Telecinco. No, no era el Sálvame (naranja, limón ni banana): eran las Cortes y la cadena no era amiga ni enemiga.

Si me permiten, les resumiré lo que vi y mi interpretación de los hechos. La presidenta del Congreso ofrece los resultados y dice que la reforma no está convalidada. Al momento, se levanta la caterva cavernaria y comienza a aplaudir por que España continúe defendiendo la precariedad laboral. Yo empiezo a impacientarme, a enfadarme y juro en latín. A todo esto, algunos parlamentarios se dan la vuelta y alientan con sus gestos a dos señores de un partido chiquitín. Aún no entiendo nada. Me avergüenza que mis congéneres aplaudan la pérdida de derechos de otros, una vez más. Estoy atónita y enfadada, pero me dura poco.

A los cuarenta segundos, Meritxell Batet vuelve a intervenir (ha habido un error en el recuento, sucede a veces) y anuncia que la reforma ha sido convalidada. La bancada progresista se levanta y se abraza. Veo los ojos sonrientes (las mascarillas no pueden ocultar la alegría) y alguna mujer a la que admiro mucho sonríe tanto que creo que se le escapó una lagrimilla de emoción. La que tengo yo también: la emoción de la seguridad de que, por una vez, ganan los buenos. No tengo champán en casa, así que no pude abrir una botella, pero lo voy a celebrar.

Si la sexta ola lo permite, el próximo viernes me tomaré unas cañas con algunas de mis compañeras, con las más precariadas, que son las “kellys”. Ellas, al margen del ruido de sables que hemos tenido que soportar en los medios: que si fulanito estaba malito y equivocó el votito, que si vivimos un atentado contra la democracia, que si los del partido chiquitín votaban en conciencia, que si patatín... Ellas, digo, esas tres mujeres fantásticas que limpian los baños en mi centro de trabajo, que me buscan alguna cosilla cuando me la olvido, que han trabajado tres veces más desde hace dos años para espantar al COVID, ellas: Míriam, Aroa y Cristina verán un incremento salarial notable en sus próximas nóminas y dudarán menos de si ponen o no la calefacción o si compran ternera o pollo. Sólo por ellas, ya empiezo a creer en la justicia poética, en una especie de “deus ex maquina” que coloca a cada uno en su sitio.

Es un momento para aplaudir y regocijarnos, queridos lectores, que aunque la caverna siga sin ver la luz ni se alegre por los miles de trabajadores que tendrán, por fin, un contrato indefinido, la gente de buena voluntad debemos estar contentos. Que aunque haya habido momentos de duda, de zozobra y de tristeza, lo que oí en el Congreso tímidamente después del segundo recuento, me reconcilia con la vida (”Sí se puede”). Seguro que las cañas del viernes, también. “Gaudeamus”.

Irene Mateos