Unos arquitectos en Seúl están diseñando un proyecto de ciudad revolucionario: “todo estará solo a diez minutos a pie desde casa”. Parece que se extiende en España una nueva opción de cuidado infantil: “atención individualizada, menú casero, poder salir cada día al exterior”. Están inventando la pólvora, vamos a darles las gracias.

Acabo de comprarme un reloj de mesa porque mi móvil es una extensión de mi mano derecha pero nunca sé qué hora es. “Este diseño es el resultado de volver a lo básico de un reloj, saber la hora”, escribió, lírico, el fabricante. Agregar al carrito.

Yo abono mis impuestos en paz porque no pienso, como dicen, en que le pagamos la pensión a un casero especulador de Madrid, sino en que se la debo a mis padres. A los nuestros. A mí no me oiréis insultar a nadie diciéndole “boomer”. Un respeto

Hace meses que el universo maternidad me bombardea con que le proporcione a mi hijo una “panera de los tesoros”: “un cesto con varios objetos no comerciales de uso cotidiano para que el peque pueda experimentar los cinco sentidos”, dice la tiendita modernísima. Un cesto con objetos no comerciales que te venden a 39,50 euros.

Llevo esos mismos meses intentando entender si la dichosa “panera de los tesoros” es algo más que una cesta o caja cualquiera en la que el bebé mete y saca objetos variados y no, no lo es. La capacidad del capitalismo de hacerte pagar por cosas que ya haces o que ya tienes.

O que ya hacías y ya tenías. El proyecto distópico de Seúl existe porque las ciudades grandes comienzan a ser invivibles aquí y en Corea del Sur. Primero destruyen los barrios, expulsan a los vecinos a la periferia, te pintan residir junto a una autopista como el sueño y luego quieren hacerte pagar porque habites la recreación, carísima y con mucho cristal, de lo de antes: una casa cerca de un bar, un parque, una panadería.

En España avanza la propuesta de las “madres de día” (detesto ese nombre, pero eso es otro artículo y lo será) porque el capitalismo nos aparta de nuestra familia y de nuestra red. No lo esconden: “Es como una casa de los abuelos o de los tíos”. Llevar a tus hijos al piso de una persona desconocida que cuida a otros bebés, pero pocos, y pagar 500 euros al mes por esa “exclusividad”.

Les escandaliza que los abuelos cuiden de sus nietos (“no se les debe oprimir con esa carga”, sic) pero menos que no puedan ni disfrutar de ser abuelos: jubilaciones retrasadas hasta la extenuación y un cacareo contrario a contribuir con las pensiones de una generación en la que tantos trabajaron como mulas desde muy pronto exactamente para que nosotros no tuviéramos que hacerlo. Yo abono mis impuestos en paz porque no pienso, como dicen, en que le pagamos la pensión a un casero especulador de Madrid, sino en que se la debo a mis padres. A los nuestros. A mí no me oiréis insultar a nadie diciéndole “boomer”. Un respeto.

No se trata de generaciones sino de clases sociales, pero el capitalismo nos enfrenta entre nosotros para distraernos del absurdo al que nos somete: en Valdebebas, Madrid, están construyendo “microcasas”: menos de 21 (¡veintiún!) metros cuadrados junto a un aeropuerto y muchos descampados por 700 euros al mes.

Critican mucho la nostalgia, pero parece lo más natural con este panorama: volver o quedarte cerca de los tuyos, trabajar ocho horas y vivir otras ocho, cocinarte tu comida, limpiarte tu polvo, esperar unos días a que la librería tenga la novedad que quieres porque no, no es tan urgente.