Verónica es una chavala de 13 años que ha sido diagnosticada de sobrepeso. Sus padres, sin embargo, no quieren reconocerlo. Dicen que ellos, a su edad, pesaban más o menos lo mismo y que hasta la fecha no les ha pasado nada. Bueno, son diabéticos, pero consideran que su situación no es para preocuparse. El médico de cabecera ya les ha comentado que deben cuidarse y seguir las indicaciones que han ido recibiendo de todos los especialistas que los han tratado. Y la adolescente ha escuchado que debe cuidar la dieta, eliminar la bollería industrial en los recreos y en las meriendas, olvidarse de los refrescos y bebidas azucaradas, etc. Pero como si nada. La historia es tan real que cuando veo a los protagonistas en la calle, en la puerta del instituto o en el bar de la esquina no puedo por menos que hacerme la siguiente pregunta: ¿Cómo de ciegos hay que estar para no querer ver lo que nos está pasando? Mucha irresponsabilidad anda suelta por ahí, me respondo. Y lo peor es que quienes deben dar ejemplo miran para otro lado.

Mucha irresponsabilidad anda suelta por ahí, me respondo. Y lo peor es que quienes deben dar ejemplo miran para otro lado

Roberto tiene 25 años. Estudia en una Universidad privada, que no voy a nombrar, un máster de reconocido prestigio, entendiendo por este vocablo lo que la gente de la calle piensa habitualmente al hablar de estas cosas: reconocimiento social, buenos salarios, alta ocupación, condiciones laborales inmejorables. Sus padres, como es lógico, se sienten muy orgullosos de la trayectoria del primogénito de la familia y lo reconocen cada vez que tienen la ocasión de compartirlo con amigos y conocidos. Hasta aquí nada que no sea algo habitual. El pero, sin embargo, viene de un comentario que escuché hace unos días sobre el coste del máster. Cuando les dije que no todos los chavales que han terminado un grado universitario pueden permitirse el lujo de proseguir sus estudios realizando un máster en una universidad privada, la respuesta me dejó con la boca entreabierta: “Eso no es nuestro problema”. Menudo futuro nos espera, pensé. Lo malo es que este modo de pensar está mucho más extendido de lo que pensamos. Y así nos va, claro.

Tomasa y Alejandro son una pareja de setenta años y pico. Viven en un municipio muy próximo a la capital, disfrutando de la jubilación. El ambiente que les rodea está muy bien y así lo reconocen ellos. Han currado mucho, han ahorrado muchísimo y han empleado sus ahorros en crear un entorno agradable, con su jardín, piscina, asador, huerto, palomar, etc. Y disfrutan compartiéndolo con la familia, los amigos, los vecinos y con quien se acerque por allí. Son una pareja abierta y entrañable. Yo les visito con cierta frecuencia, aunque solo sea para decirles hola y qué tal estáis. El otro día, mientras disfrutábamos de un café, me sorprendieron de nuevo con un comentario: “Dicen por ahí que los viejos somos unos afortunados, que no merecemos lo que tenemos”. Sus palabras me dejaron patidifuso. Me dolió ver el rostro de Tomasa, que lo único que ha hecho durante toda su vida ha sido partirse el lomo para sacar la familia adelante. Le dije que no se preocupara, que desgraciadamente muchos irresponsables andan sueltos por ahí.