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Escape

Evitamos pensar en que un adolescente es un proyecto de adulto

Todos necesitamos un refugio de nuestro quehacer guerrero y cada cual rebusca en nichos que no dejan de ser clásicos, aunque sus formas hayan variado con el paso de los años. Las fiestas, los amigos y el alcohol han sido siempre un elemento común a cualquier celebración, privada o pública, que se precie de llamarse así.

Poco que decir de la kermesse grupal. Ese grupo que nos cobija y nos da réplica a las gracietas y los sofocos. Desde la adolescencia, la panda, la cuadrilla, nos modula en ese otro mundo ajeno a las paredes de casa. Así descubrimos que, efectivamente, las habas cuecen por doquier o, bien al contrario, que pertenecemos a un extraño y exótico jardín desconocido por el resto. Aun así, culeamos para hacernos un hueco y seguir perteneciendo. Pertenecer, esa necesidad que tantos problemas nos causa a veces.

Cierto es que ahora todo aquello que estuvo y permanece a lo largo de generaciones, mal que nos pese, parece deformado por un grueso cristal de aumento. Los botellones descontrolados, las fiestas sin medida, las amistades irreales y las fotos con filtro son exageraciones de gérmenes que vivimos en otras épocas. Quien más quien menos tenemos anécdotas que, contadas en una noche de relajación, provocan sorpresa en aquellos que nos han conocido encorbatados y supuestamente maduros. Curioso ejercicio de amnesia colectiva, cuando no hay más que mirar muchas cenas de empresa que, por Navidad, se convierten en una especie de botellón con mejor presupuesto. Allí veríamos cómo el patoso, el que acaba incomodando la alegría del resto, tiene el mismo perfil que el quinceañero que se excede en el parque de turno.

El currículo, asaeteado cual San Sebastián por todos esos deberes que la sociedad nos exige, no tiene en cuenta que hay una educación fuera del horario escolar, la de la sangre, la vida y los sentimientos

Es evidente que, por exceso o por defecto, los más jóvenes necesitan también una vía de escape, olvidar sus quebrantos y abrir las puertas de su mente. Sin embargo, hay matices que han cambiado. No recuerdo botellones multitudinarios ni broncas frontales con la policía. Hicimos fechorías que nos aterrorizan si imaginamos a nuestros hijos como protagonistas. Sin embargo, había un límite. Límites marcados por la vergüenza de una borrachera sobrevenida, por enfrentarse a testigos incómodos, por ser pillados, por el día después. Límites que quizás no hayamos sabido enseñarles, amedrentados por las prisas o por no querer repetir supuestos errores vividos en carne propia. El resultado es una generación tan adolescente como cualquier otra, pero sin temor a consecuencias y con más ganas de aparentar que nunca. Con mayor acceso a información que ninguna generación precedente y, sin embargo, carentes del espíritu crítico necesario para sacar provecho de ello. Culpa nuestra.

No negaré que han sido años difíciles, más aún para aquellos que pasaron de niños a casi adultos sin la posibilidad de compartirlo con sus iguales salvo por video cámara, pero que la respuesta sea olvidarse masivamente de los principios cívicos no deja de sorprenderme, aunque no tanto como la comprensión reflejada en algunos círculos que mejor podrían pensar en soluciones más complejas y útiles. No todos tiran piedras, es verdad, pero no les pregunten. Yo lo he hecho, y las respuestas desaniman.

No diré que otras épocas fueron más difíciles, pero desde luego no fueron más fáciles. Nunca tuve la tentación de quejarme, ni entonces ni ahora, del barrio y sus problemas de droga en los ochenta, del poco espacio compartido, del exceso de candidatos en pocas universidades, de la soledad y la sangre revuelta de la adolescencia. No lo hago porque no puedo ni imaginar el concepto adolescencia en la vida que les tocó vivir a mis padres, que cumplieron catorce al mismo tiempo que acababa la Segunda Guerra Mundial, mientras su país no se recomponía de la Guerra Civil. Ni siquiera es necesario vivir un drama reflejado en las enciclopedias para que la adolescencia sea un verdadero asco, ya sea por culpa de la familia en la que se ha caído o porque el camino que hayamos elegido como respuesta vital no sea el aceptado por la mayoría o, simplemente, por aquellos que debieran aceptarnos, siempre, tal y como somos. Lo dicho, un asco.

Cual grito desesperado, en la última semana se ha planteado de nuevo el asunto de las multas a los padres tras los altercados vividos en las capitales. Y digo una vez más porque es un tema que yo creía asumido, pero parece que no. Sabido es que somos capaces de tropezar con fruición con la misma piedra hasta descalabrarnos y, así, seguimos intentando proteger hasta la náusea el comportamiento descontrolado de algunos sin pensar en su propio bien ni en el de los demás. Protección a cualquier precio. Esa comprensión desmesurada por parte de algunos padres y adultos solidarios que más bien parece que cumplen una oculta penitencia por pecados inconfesables. Deberes incumplidos. En más de una ocasión he parecido una extremista por manifestar en público mi incomprensión sobre qué hace un menor de edad de madrugada en la calle, ya sea bebiendo, quemando contenedores o jugando al backgammon. A nadie se le escapa que un joven rebelde puede acabar haciendo lo que desee sin necesidad de pedir permiso, pero no son tantos como para que haya quorum en un macrobotellón. Allí hay chicos y chicas temerosos de un suspenso o un castigo, que sueñan con los regalos de la abuela el día de Reyes, de esos de los que no llaman especial atención en un aula de treinta alumnos.

Si conociéramos en persona a esos chavales que aparecen en las imágenes de baja nitidez emitidas en los telediarios, veríamos cómo hay chicos y chicas de todos los niveles económicos, con notas buenas y malas, pijos y outsiders. Allí, en el tumulto. No sienten el riesgo ni que hagan nada fuera de lo común, porque desgraciadamente es común a casi todos.

Es entonces cuando los expertos, esa figura tan destacada en nuestros días, señalan que el problema está, no ya en la falta de límites por parte de propios y extraños (véase familia y sociedad) sino en que no hemos sabido enseñarles desde la escuela cómo vivir el ocio de forma saludable. Otra transversal más. El currículo, asaeteado cual San Sebastián por todos esos deberes que la sociedad nos exige, sin pensar que hay una educación fuera del horario escolar, la de la sangre, la vida y los sentimientos. La que se modula con lo que aprendido fuera.

Sin embargo, evitamos pensar en que un adolescente es un proyecto de adulto. La esencia que nos forma ya está ahí en su máximo exponente. Más irresponsables y con más granos, pero lo importante está ya grabado. Queda cometer errores y aprender de ellos. Nuestro error es el no haberles enseñado precisamente eso, que, aunque no demuestren responsabilidad no dejan de tenerla en las acciones que lleven a cabo, porque, de no ser así, nunca aprenderán. Nunca aprenderemos.

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