Ese día estaba viendo la televisión, hartándome de ver malas noticias, cuando acerté a acordarme de “El Capitán Trueno”. Un idealista caballero de la Edad Media, que luchaba en post de la paz y la justicia. Para ello contaba con dos incondicionales ayudantes: el joven y tímido Crispín y el corpulento Goliath. En sus aventuras, el trio lo mismo manejaba el garrote que la espada, bien fuera en enfrentamientos directos o en escaramuzas. Se esforzaba en proteger a los oprimidos de los opresores, a los asaltados de los asaltantes, a los “buenos” de los “malos”. A diferencia de otros comics de la época, en las historietas del Capitán Trueno no se manipulaba interesadamente a los personajes, ni se les catalogaba en función de su raza, religión o cultura. Más o menos venía a defender valores universales.

Tras haber tomado un sorbo de cerveza, imaginé al trío de aventureros en un reino en el que un peligroso virus estaba haciendo estragos. De hecho, tanto el rey como los señores feudales habían prohibido a aldeanos y villanos ponerse en contacto los unos con los otros si el grupo rebasaba un número determinado de siervos o vasallos. A partir de determinada hora de la tarde, nadie podía salir de casa, ni recibir a ningún colega si antes no era autorizado. Pero aquellas estrictas normas eran obviadas por algunos desaprensivos, a pesar de las penas y castigos que podían caer sobre ellos. De manera que los que ostentaban el poder, advertidos de la eficiencia del Capitán Trueno y sus dos ayudantes, decidieron encargarles la misión de vigilar el cumplimiento de aquellas reglas.

Una noche en la que el trio aventurero hacía labor policial en una determinada aldea, fueron requeridos para que acudieran a un palacete, ya que, durante los últimos días, salían de ella gritos y risas mezcladas con música de zanfona - que allí habían dado en llamar vihuela de rueda – como también de laúdes y cítaras, lo que hacía pensar que un numeroso grupo de desaprensivos se encontraba allí reunido sin atender a las normas, y consecuentemente contribuyendo a expandir la pandemia.

En el interior del palacete reinaba el alboroto, y a poco que, desde la calle se prestara una mínima atención, podía colegirse que dentro había un numeroso grupo de personas, y que la mezcla de alcohol y hierbas hacía que el ambiente llegara a ser explosivo además de ruidoso.

Desde el interior de la casa llegaban a oírse los golpes de Crispín repicando en la puerta, y a continuación la voz del Capitán Trueno conminando a que les abrieran, para comprobar quiénes eran, y verificar si cumplían los preceptos. De entre el grupo de infractores surgió la figura de una moza que se negó de lleno a ello, exigiendo que antes debían identificarse. Y así lo hicieron. Pero la moza, que presumía de listilla, continuaba poniendo condiciones. Mas tarde pedía que le mostraran la autorización de un juez. El Capitán Trueno, trató de explicarle que ellos disponían de competencias para poder hacer aquello. Pero todos los requerimientos resultaron vanos.

Momentos después algo contundente impactó sobre la puerta. Eran los empellones del ariete impulsado por Goliath, impactando cadenciosamente contra ella, hasta que fue abierta describiendo un ángulo de noventa grados.

Los participantes en el fiestorro iban saliendo del fondo de los armarios, de las artesas de la cocina, de la parte inferior de los catres, y de las alacenas

Los participantes en el fiestorro iban saliendo del fondo de los armarios, de las artesas de la cocina, de la parte inferior de los catres, y de las alacenas. Habían elegido una forma tan disparatada de esconderse como aquella de los seguidores del “Frente popular de Judea”, en la delirante película de los Monty Python, “La vida de Brian”, cuando hacían lo imposible para ocultarse, cuando eran perseguidos, de los romanos de Pilatos.

A partir de ese momento, el Capitán Trueno procedió a identificar a más de veinte personas de variopintas procedencias. Podían contarse hasta de ocho países diferentes. La cabecilla de aquel grupo insistía en hacerle ver que se trataba de una adorable y sencilla familia. Pero el hecho de que las edades de los juerguistas fueran más bien parejas, hacía imposible que los presuntos hijos, padres, abuelos y nietos, llegaran a ser tales, pues nadie podía creerse que el mago Merlín hubiera alterado las leyes de la genética.

Para suerte de los habitantes del lugar no fue aquella la última actuación del trio aventurero, haciendo uso del ariete, y obligando a pagar una no escasa suma de maravedís como elemento disuasorio. Tras cada actuación los paisanos cumplidores de las leyes se frotaban las manos mientras escuchaban las embestidas del ariete sobre las puertas de los desaprensivos que, saltándose la legalidad, contribuían a la expansión de la pandemia. Palmas y loores no le faltaron al trio protagonista.

El tiempo fue capaz de ir poniendo las cosas en su sitio. En parte porque los ciudadanos eran conscientes que a cualquiera podía llegar a aplicársele tan expeditivo método, y, en parte, también, porque fue reduciéndose el número de contagiados. La gente, por fin, pudo empezar a respirar tranquila.,

Llegado ese momento, yo ya había terminado la cerveza. Respiré lo más profundamente que pude. Aunque no me sirviera de nada, porque la televisión me seguía recordando de manera insistente que el número de fiestas ilegales en España continuaba aumentando.