Hace unos días me contaron una historia que me llenó de amargura; trata sobre la vida de dos personas que...Bueno, mejor la cuento.

Los dos vivieron cerca de noventa años, de los cuales más de setenta los pasaron juntos y, lo que fue mucho más importante, felices, pues la salud y el amor casi siempre les mostró su mejor cara; por eso, cuando ambos tuvieron la sensación de que todo lo bueno se estaba acabando, un día se miraron a los ojos y se hicieron la siguiente pregunta: “¿y ahora qué?”

Los protagonistas de esta historia son un hombre y una mujer que, como muchas otras parejas de su época, llevaron una vida ejemplar, es decir, una vida basada en el respeto, el compromiso y el amor.

Desde que se conocieron en el instituto y se enamoraron, el eje en torno al que giraron sus vidas fue el amor. El amor les ayudó a saberse respetar, a quererse, a terminar sus estudios con brillantez, a sobreponerse cuando las cosas se torcían, en definitiva, a vivir cada día como si no fueran a vivir más. ¿Difícil? Por supuesto, como todo lo que tiene valor, pues solo adquiere valor aquello que cuesta alcanzar.

A él, el amor le dio las fuerzas que necesitó para poderse sacrificar cada vez que tuvo que plantearse objetivos, como por ejemplo, estudiar cuanto hizo falta para poder sacar las oposiciones que le permitieron obtener una plaza de funcionario en la ciudad en que siempre residió. A ella, el amor le ayudó a forjarse como mujer y a desarrollar una espléndida personalidad, que supo hacer valer en el desempeño de las labores que tuvo que llevar a cabo como esposa y como madre. Para ambos, el amor fue la estrella que guió sus vidas, les hizo superar los obstáculos que se les presentaron y les sirvió de apoyo para vivir con dignidad, sin demasiadas pretensiones ni alharacas, y poder educar a sus hijos en los principios y valores éticos y morales de que siempre hicieron gala.

Tras encontrar acomodo en el mundo laboral y alcanzar cierta estabilidad económica, como la mayoría de las parejas de entonces, se casaron y tuvieron hijos, dos varones y una hembra, que con mayor o menor esfuerzo sacaron adelante. Eran tiempos en que las familias se estructuraban en torno a un modelo convencional cuyos objetivos no eran otros que propiciar una buena formación a los hijos, poderles pagar unos estudios, llevarles de vacaciones al menos un par de semanas al año, al mar o a la montaña, y procurarles casa y comida mientras no fuesen independientes. Con todo ello, nuestros protagonistas cumplieron a la perfección.

Ella, al igual que él, en cuanto encontró un empleo acorde a su formación se puso a trabajar, pero una vez casada y con la llegada del primer hijo, como casi todas las mujeres que llegaron a ser madres en aquella época y no disponían de ayudas externas, decidió dedicarse a la casa y al cuidado de los hijos, porque lo principal era poder estar con ellos y procurarles una buena educación, lo que era prácticamente imposible si tenías otra actividad laboral que tuvieras que atender fuera del hogar. Nuestra protagonista pasó de ser una mujer con ambiciones profesionales a convertirse en una ama de casa excepcional que, echando mano de los libros de cocina, supo disfrutar de ella como nadie; aplicando el sentido común, llegó a ejercer de administradora doméstica rayando en lo profesional y poniendo en práctica los principios y valores que siempre propugnó, interpretó los papeles de madre y esposa con la brillantez que solo pueden hacerlo quienes saben dar amor sin esperar nada a cambio.

Él, también cumplió espléndidamente con su tarea de cabeza de familia, padre y esposo, sabiendo emplearse a fondo en los menesteres que le fueron correspondiendo, en función de las circunstancias que se iban presentando. Así, cuando su mujer dejó de trabajar, buscó un segundo empleo para poder costear sin aprietos los gastos que generaban la casa y la formación de los hijos; ocupación que dejó cuando éstos acabaron de estudiar y fueron encontrando trabajo, pues siempre tuvo claro que con quien quería pasar sus ratos libres era con su mujer.

Con el paso de los años, los tres hijos se independizaron, si bien solo uno, la hija, pudo encontrar trabajo y quedarse a vivir en la misma localidad en que residían los padres, lo que no era suerte menor. Los otros dos tuvieron que emigrar a ciudades más grandes, donde la oferta de trabajo y las posibilidades de iniciar una nueva vida eran mayores, que no mejores. Los tres tuvieron descendencia, niño y niña los hermanos varones, y una sola niña la hija, que, al vivir cerca de sus padres y tener un trabajo que la ocupaba casi toda la jornada, fio gran parte de su educación a los abuelos, tarea que éstos asumieron encantados.

La vida continuó y el tiempo fue marcando las pautas a seguir por los unos y los otros. Los hijos empezaron a preocuparse cada vez más por sus respectivas familias, como era normal, los nietos se fueron haciendo mayores y abriéndose camino, y los abuelos, como no podía ser de otra manera, empezaron a envejecer, a sentir los achaques típicos de su avanzada edad y, en cierta medida, a encontrarse solos, porque los hijos tenían sus obligaciones y había que dejarles vivir.

Así fueron pasando los años hasta que un día, tras sufrir nuestra protagonista un pequeño accidente doméstico que la incapacitó para el desempeño de las labores que, con la ayuda de su marido, aun seguía desempeñando en el hogar, ambos se miraron a los ojos y se preguntaron ¿y ahora qué?

Los dos sabían que, con la edad que tenían y los achaques que ya arrastraban, les iba a resultar muy difícil seguir viviendo solos; y como no querían molestar a su hija para que les echará mano, porque ella tenía su vida, tras hablar con los tres hijos y comentarles la situación en que se encontraban, llegaron a la conclusión de que algo tenían que hacer para poder seguir viviendo sin sobresaltos. Solo había dos alternativas, o buscar a una persona capacitada, una empleada del hogar, que pudiera irse a vivir con ellos de manera permanente, porque ellos ya no estaban en condiciones de poder hacer solos todo lo que hay que hacer en una casa; o irse a vivir a una residencia de ancianos, donde se lo dieran todo hecho, lo cual nunca habían descartado.

Desde tiempo atrás, cada vez que hablaban del asunto con sus hijos, siempre les decían: “En caso de que llegue un día en que no nos valgamos por nosotros mismos, no dudéis en llevarnos a una residencia, porque de ninguna manera queremos ser una carga para vosotros, pues todos tenéis vuestras vidas y vuestras responsabilidades y es con ellas con las que tenéis que cumplir”.

Lo de meter a una persona ajena a la familia en casa de sus padres, a los hijos no les parecía la mejor solución porque, tal y como estaban las cosas, consideraban que no era fácil encontrar a alguien que pudiera tener el perfil que necesitaban; así que, de común acuerdo con ellos, decidieron que lo que había que hacer era encontrar una residencia en la que pudieran vivir tranquilamente y bien atendidos el resto de sus días. La hija, al ser la que conocía mejor la ciudad y sus alrededores, quedó encargada de tal misión.

A las pocas semanas, después de acudir a los servicios sociales, para que la asesoraran, y de visitar media docena de residencias, encontró una que podía cumplir los requisitos que se habían marcado; y, tras comentar con sus hermanos las características de la misma, habló con sus padres y quedó con ellos para llevarles a conocerla.

La residencia en cuestión se encontraba en un pueblecito muy próximo a la localidad donde siempre habían residido; disponía de todo lo que necesitaban para que pudieran seguir viviendo con dignidad, y, además, en ella se alojaban algunos amigos de antaño que, como ellos, años atrás también tuvieron que adoptar la misma decisión.

Una vez hubieron visitado la residencia, como les pareció bien, la hija les hizo “los papeles” y en cuanto estuvieron listos los llevó a tomar posesión de su nuevo hogar.

La vida de nuestros ancianos protagonistas en la residencia, al principio, les llenó de tristeza porque, pensaban, era como haber cerrado la puerta a un pasado muy feliz; pero, como eran personas inteligentes, pronto empezaron a sentirse bien en ella porque fueron valorando lo bien asistidos que estaban y lo tranquilos que debían haberse quedado sus hijos al verles tan bien tratados.

En la residencia llegaron a vivir casi tres años juntos, hasta que un día, cuando la pandemia ya nos estaba azotando, ella empezó a sentirse mal; le hicieron las pruebas oportunas y, como compartía habitación con su marido, a él se las hicieron también, dando ambas resultado positivo. Lo que vino después no es agradable ni de contar, así que me ahorro los detalles.

Sin haberse podido despedir de sus hijos y nietos, nuestros queridos protagonistas fallecieron en el más absoluto de los silencios. Un triste final para una vida casi de cuento.

Así de amargas están siendo las cosas, estimados lectores.

Por cuanto me contaron y yo les he trasladado, aunque pueda resultar pesado, ruego a todos mayor mentalización, porque, como a nadie se le puede “escapar”, estamos pasando el peor episodio de nuestra reciente historia y no nos podemos descuidar.

Si seguimos aquí, ya habrá tiempo para vernos, abrazarnos, ir de compras, o tomar unas cañas en un bar. Hoy toca que nos confinemos, nos guste o no, porque puede que nos vaya la vida en ello.