Jamás un verso de Claudio Rodríguez se convertirá en trending topic de Twitter ni correrá, desperdigado, por los mentideros de WhatsApp y, sin embargo, lejos de representar el olvido, el peso muerto de los oficios antiguos, podemos extraer de ese silencio una poderosa lección para enfrentar nuestro tiempo. Su poesía está entre nosotros sin pretenderlo, sin proponérselo, como los amigos de la infancia o nuestra inquebrantable fe en los seres mitológicos.

El ruido todo lo ensombrece, capaz de afear un atardecer o desprestigiar al sabio. Por eso aún importa su poesía, porque nos aleja de la cotorra y nos aproxima al efímero canto, tal vez, de un gorrión. Decía Claudio que " largo se le hace el día a quien no ama" y, mirando alrededor, muchos viven en la misma hora desde hace demasiado tiempo. Ese mirar inaugural de quien nace a la vida -y asiste al milagro-, de quien es capaz de detenerse sobre las espigas convertidas en los pilares del mundo para que nuestros ojos, a veces cegados por las briznas, se acomoden sobre los ojos del poeta y descubramos, en él, un atisbo de claridad.

Anne Carson, reciente ganadora del premio Princesa de Asturias de las Letras, decía que " si la prosa es una casa, la poesía es un hombre en llamas corriendo rápido a través de ella". De nuevo la luz. El destello -¿qué otra cosa es la poesía?-. La capacidad de fundar el mundo con cada imagen para resignificar lo que ya creíamos conocer. Claudio es ese hombre en llamas que camina y camina, en círculos concéntricos, dentro de la vivienda oscura que es la vida. Se acerca a cada rincón, despacio, e ilumina el detalle mundano que siempre estuvo ahí y que habíamos olvidado. Claudio camina, no corre, en su condición de poeta andariego -¿dónde poeta y dónde hombre, ciudadano, sin más?-. Y no se detiene. Siquiera después de muerto.

" Dichoso el que un buen día sale humilde/ y se va por la calle, como tantos/ días más de su vida, y no lo espera/ y, de pronto, ¿qué es esto?". ¿Acaso hay algo más radical que dejarse sorprender por lo que ya forma parte de nuestro paisaje? Ahí, en esa capacidad evocadora, residen las esencias de la historia del arte. Ahí donde todo parece nuevo en cada acercamiento y, sin embargo, nos resulta reconocible. La actualidad es veloz y cíclica, nos devora con su martilleo, por eso la poesía, por eso la necesidad de pausa. Por eso regresar a Claudio y hallar en él otra manera de habitarnos, de convivir. Así entiendo la radicalidad, salirse del guión y emborronar los márgenes, "- esto es un don- , mi boca/ espera, y mi alma espera, y tú me esperas". Quizá no tenga tanto que ver con el imperioso deseo de derribar estatuas y reconfigurar el pasado sin haber entendido la necesidad de reconfigurarnos nosotros mismos.

Veintiún años y el recuerdo resiste porque los versos de Claudio, legendarios y auténticos, aún flotan en el ambiente. " Y yo te veo porque yo te quiero" decía el poeta en The nest of lovers; no conocí al hombre porque desperté tarde, o quizá pronto, pero aquellas necrológicas del verano del noventa y nueve en este periódico me descubrieron su poesía. Hablaban del hombre, de ese amigo entrañable que a veces volvía a la ciudad. Yo solo quería escuchar al Poeta a través de sus versos. La voz de un poeta sin rostro, capaz de susurrar: " No era la juventud, era el amor". Un amor de verano que no se olvida, ahí latente, que nos saca una sonrisa de vez en cuando. Un amor puro. El amor: esa alta bóveda donde habito desde entonces.