El cielo les recibía siempre límpido; tan despejado que parecía haber sido aclarado con un trapo, abrillantado con algún producto o pintado de azul con un rodillo gigante. Yo, agarrado de la mano de mi padre, contemplaba el lecho celeste como si la Tierra se hubiese invertido y no fuera necesario mirar de frente o hacia abajo. Me preguntaba si su tonalidad, tan pura, era parte del espectáculo que estábamos a punto de contemplar.

Recortadas sobre ese cielo aparecían las atléticas figuras de los funambulistas. Caminaban sobre un cable que atravesaba Santa Clara, desde Santiago el Burgo hasta el edificio del Banco Herrero, sujetando una pértiga que utilizaban para equilibrarse. Después iban más allá y cruzaban el espacio -y también el tiempo, que se congelaba- en un ciclomotor. La moto estaba trucada, claro, y bajo ella colgaba una estructura de metal donde se sentaba otro artista circense, lo que servía para mantener el vehículo estable.

"Renato", me dijo mi padre; "se llama Renato". Por entonces, a mediados de los años ochenta, la llegada del circo y los espectáculos ambulantes a los pueblos y las capitales de provincia representaba uno de los grandes acontecimientos del año. El ocio era callejero y popular. Barato. Sencillo. No existían los centros comerciales, ni las redes sociales, ni los simuladores de vuelo, las tirolinas o el puenting, y la gente, dado el estilo de vida de la época, no tenía tanta necesidad de endorfinas como en la actualidad. Los zamoranos esperábamos con entusiasmo la llegada de los acróbatas, los "caballitos", los estrenos de cine, el paso de la Vuelta Ciclista por las calles de nuestra ciudad; lo sencillo transformado en efeméride; una inocencia hoy castrada por la sobreinformación, la sobreoferta y la globalización, que desemboca a la postre en un estado de ansiedad colectiva.

Esta memoria de mi infancia, la evocación de aquel espectáculo que me cortaba la respiración, procede de un encuentro casual: una foto pegada sobre una página de un viejo álbum familiar. La foto del gran Renato cruzando Santa Clara a diez metros de altura. Y el recuerdo siempre idealiza los hechos; los manipula, los edulcora, los adapta como un guion de cine, y los presenta como algo muy distinto de lo que fueron, pues la añoranza no aclara los matices de las acuarelas que pinta nuestra mente; el pasado reciente tenía más contras que pros: un menor índice de alfabetización, educación, cultura y estudios superiores, un menor respeto por los derechos humanos, una menor sensibilidad hacia los animales, una mayor tolerancia con la violencia física y, en definitiva, un peor desarrollo social, pero poseía aún, al menos en nuestra joven España, la virtud de lo naif.

Sin embargo, la pandemia y las restricciones derivadas de ella nos ha devuelto, de alguna manera, a un momento anterior a la era del estrés. Recuerdo el primer día que se permitió la salida con niños en las franjas horarias establecidas por el Ministerio de Sanidad. Una hora al día. Un kilómetro de distancia. No había nada que hacer. Ningún comercio donde consumir. Ni un parque infantil abierto. Tampoco existía la posibilidad de reunión. Nada. No había nada. La ciudad donde resido era un vestigio del pasado; daba la impresión de haber sido abandonada. Como si la población hubiese huido. Una suerte de Chernóbil. Podíamos haber salido con un balón o la bicicleta o el patín, pero decidimos explorar el exterior desarmados y disfrutar de la naturaleza en un ejercicio regresivo que me hizo reflexionar sobre el modo de vida occidental: su ritmo, la creación de necesidades y objetivos superfluos, la espiral de consumo inútil para la que hemos sido adoctrinados, entrenados, convencidos. Aquel día mi hijo y yo salimos con una grillera y nos fuimos a un parque o bosque o descampado en el borde de la ciudad, no lejos del domicilio. Encontramos una mariquita y la metimos en la caja. La llevamos a casa, la observamos, la estudiamos, la alimentamos y finalmente la liberamos. ¿Hay algo más maravilloso para la especie humana que ser feliz con tan poco?

Después de todo, han sido los niños, con su pureza y su integridad, con su sencillez irracional, quienes nos han enseñado filosofía práctica, sociología aplicada al mundo contemporáneo, durante el confinamiento. La convivencia con mi hijo me ha empujado a la regresión, ha incentivado el recuerdo de aquella infancia lejana donde artistas como Renato se jugaban la vida a cambio de unas monedas que recaudaban tras pasar la gorra. Yo, de la mano de mi padre, mirando hacia arriba, hacia la parte alta de la jerarquía educativa y familiar, hacia el respeto y el aprendizaje, hacia el cielo que escalaba Renato con su moto. Y ahora yo, como padre, tomando a mi hijo de la mano, mirando hacia abajo con humildad, con voluntad de aprender de las estructuras mentales simples, de las propiedades salvadoras y curativas que posee la imaginación, esa dimensión que solo es real, qué paradoja, en el universo infantil.