El abrazo de los españoles, pensará más de uno, no ha sobrevivido a Juan Genovés, su gran intérprete. A simple vista parece como si hubiéramos vuelto a cavar las viejas trincheras. No hay que exagerar, la incriminación es práctica habitual en las democracias parlamentarias. Los vivos han jugado implacablemente con la estadística de los muertos desde Adán y Eva y estos han sido utilizados por la política como arma arrojadiza en las circunstancias más extremas y dramáticas, en todo el mundo. Por citar algunos ejemplos recientes de este país, a Aznar, que sigue suscitando por méritos contraídos innegable antipatía, lo llamaron en las calles asesino por una guerra que apoyó pero en la que España no llegó a participar con sus tropas. Zapatero fue acusado de intentar obtener rédito político de la violencia etarra, y al Partido Popular se le sigue reprochando una defensa oportunista de las víctimas. Hasta la muerte del perro "Excalibur" se instrumentó sorprendentemente durante la minicrisis del ébola en la etapa de Rajoy.

Parte de la oposición señala ahora al Gobierno culpándolo de las trágicas cifras del coronavirus y Pedro Sánchez, a su vez, se preocupa de pregonar que sin sus medidas los contagiados y los muertos se habrían multiplicado hasta cantidades imposibles de descifrar y que parecen extraídas de un delirio del CIS. Utilización, en ambos casos, con fines partidistas.

Acusar directamente al Ejecutivo de las muertes causadas por un virus que, en mayor o menor medida, ha afectado a la comunidad global es una exageración fruto de la praxis política viciada. No cabe duda, por mucho que en la historia se hayan repetido hechos así. En cambio, responsabilizarlo por la mala gestión, rebelarse ante el uso constitucional torticero del estado de alarma en favor de sus intereses poniendo como excusa la pandemia, es casi un deber democrático. Pero la discusión política, por amplificada e insidiosa que resulte, no debe servir para enfrentar a los españoles cuando más unidos tienen que estar en la adversidad.