El pasado 23 de enero Daniele Grasso, Borja Andrino, Kiko Llaneras y María Sosa Troya desgranaban en El País una serie de datos procedentes del Instituto Nacional de Estadística (INE) que deberían preocuparnos como país. Por un especial motivo: desde un punto de vista demográfico, estamos desarticulando (o desequilibrando) España, el país, en estos momentos, más despoblado del sur de la Unión Europea, como nos recuerda el investigador José Luis Domínguez Álvarez, de la Universidad de Salamanca.

Provincias extremadamente envejecidas y despobladas, por un lado. Provincias extremadamente superpobladas y saturadas, por otro lado. Todo ello con una pirámide demográfica que no es muy halagüeña desde el punto de vista del futuro económico y social del país. El corolario de esta situación es que está aumentando de forma desproporcionada la brecha entre el mundo rural y el mundo urbano, en el contexto de una globalización desbocada. Los indicadores son rotundos.

El 90% de los 47 millones de españoles vive en el 12% del territorio. Las áreas metropolitanas de Madrid y Barcelona acogen al 23% de la población nacional. 31 provincias llevan perdiendo efectivos humanos desde 2009. Y el 76% de los 8.124 municipios españoles han perdido población en la última década (solo el 24% ha ganado vecinos).

La inmigración es el único factor que evita que estemos decreciendo de forma alarmante. Así, en las últimas dos décadas, España ha pasado de tener 1,2 millones de nacidos en el extranjero a los 6,7 millones actuales (el 14,3% de la población), siendo especialmente significativas las incorporaciones de venezolanos, marroquíes y colombianos a nuestro tejido poblacional.

En 2009, el 10% de la población tenía menos de 10 años. Hoy son el 9,1%, cerca de 4,4 millones. Dicho de otra manera: los nacimientos han bajado casi un 30% en esta última década. Como contrapartida, las personas mayores de 65 años son ya más de nueve millones (1,3 millones más que hace una década). Es decir: una de cada cinco personas supera los 65 años. En paralelo, sube la esperanza de vida. En 1900 era de 35 años al nacimiento. Ahora supera los 80 (algo de lo que debemos felicitarnos, porque hemos logrado convertirnos en uno de los países del mundo con mayor longevidad vital, un síntoma de bienestar, cuyo mantenimiento será un reto futuro).

En definitiva: nacen pocos niños, aumentan los mayores y continuamos apiñándonos en grandes ciudades, mientras dejamos despobladas y envejecidas a más de la mitad de las provincias que configuran España.

No es un fenómeno que haya comenzado recientemente (los orígenes de este problema radican en las profundidades del siglo XX) ni es exclusivo de nuestro país, ya que este diagnóstico no se aleja demasiado del que tienen otros estados occidentales. Pero sí es idiosincrásica la intensidad que tiene esta tendencia en España.

Y si esta tendencia es fuerte a nivel nacional, lo es mucho más en comunidades autónomas como Castilla y León y, aún más, en provincias como Zamora.

Zamora representa el 2,1 % de la superficie de España, pero tiene poco más de 170.000 habitantes. De sus 248 municipios solo Benavente, Toro y Zamora capital superan los 5.000 habitantes. Y 232 de ellos están por debajo de la frontera de los 1.000 habitantes (el 93%).

Como bien ha documentado en estas mismas páginas el sociólogo José Manuel del Barrio Aliste, ya desde los años sesenta encontramos informes oficiales alertando de las cifras de emigración, despoblamiento y envejecimiento que afectan a Zamora. ¿Qué significa esto?: que los gritos de angustia no han sido escuchados. O que, si lo han sido, no han sido atendidos adecuadamente, dado el hecho de que las cifras han ido cada década a peor.

La despoblación y el envejecimiento, ¿son la causa de nuestra situación o son las consecuencias derivadas de lustros de ineficaces políticas públicas, de años de escaso tejido cívico-social (capital social) y de decenios de languidez del tejido productivo (capital económico), tal y como aseguran numerosas investigaciones académicas?

Sea como fuere, causa o consecuencia, está claro que no existe ninguna fórmula específica para corregir esta situación y revertir la tendencia. Son necesarias intervenciones multifactoriales y multisectoriales que vayan desde la mejora de las telecomunicaciones, hasta la introducción de nuevas actividades económicas o la revitalización del tejido asociativo.

Afortunadamente, algo está cambiando. Proyectos como Zamora10 o Jóvenes de CyL en Madrid están agitando el tablero, haciendo un inteligente uso de la participación ciudadana. Y no sólo.

Por primera vez en su historia, España cuenta con una vicepresidencia cuarta del Gobierno para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, abordando así el desarrollo sostenible y sustentable del país, de forma holística. Por ese motivo, creo que debemos ser optimistas. Se han despertado muchas conciencias, muchas voluntades afanadas en paliar el despoblamiento de este pedazo de la Península Ibérica.

Ya no se mira para otro lado: el tema está, por fin, en el centro de la agenda política y en las páginas y en las pantallas de todos los medios de comunicación, cuya labor ha sido (está siendo) fundamental para visibilizar el problema y mostrar la magnitud de sus consecuencias futuras. Una comunicación que se está haciendo, además, en positivo: subrayando la inmensa riqueza cultural, ecológica, gastronómica, enológica€. que atesoran las provincias hoy menguantes. Riquezas en intangibles, en calidades de vida, en recursos, que sería suicida dejarlos perder.

La España vacía (o vaciada) es un problema de Estado, porque nos inquieta a todos, porque afecta al corazón del país que queramos legar a nuestros hijos. Y como tal, como un asunto de Estado, debe ser tratado. En nuestras manos está construir un nuevo equilibrio, un nuevo paradigma de desarrollo.